HISTORIA / Datos históricos


 

LAS PALMAS Tip del DIARIO, 36        AÑO, 1921

 

A dos kilómetros de Haría, distancia que recorremos en camello por entre sembrados, se descubre un espectáculo maravilloso. Causa sorpresa por el contraste que ofrece con todo lo que le precede y le rodea; luego, cautiva largamente la mirada. No nos cansamos de contemplarlo. Antes de llegar a descubrirlo, cruzamos tierras bien cultivadas; las palmeras abren sus abanicos en el aire y hacen grandes reverencias como corteses emperatrices; numerosos frutales, no escondidos entre cercas como en otros puntos de la isla, sino descubiertos y libres, batidos por el viento que aquel día corre con impute, verdean alegres en la campiña deliciosa. Las faenas agrícolas animan al campo, y los braceros van y vienen afanados. ¿Es aquello Lanzarote? En Haría, zona de intensa actividad productora, se trabaja mucho. Y se ve que el trabajo no se pierde, que fructifica y recompensa la labor campesina.

De pronto, llegamos a una pequeña meseta, surge a nuestros ojos el Rincón, una vasta cortadura de la costa entre cantiles bravíos. La tierra tornase otra vez raída, yerma; una formación de imponentes rocas basálticas sirve de marco al océano que se despliega en una sábana gris salpicada de bullidoras e irisadas espumas. Fajas movibles, plateadas, cambiantes a cada minuto, estrían la liquida llanura, color de acero, las aguas, muy espesas y calmosas, parecen un cristal empañado. Las enanas montañas del fondo se aclaran y obscurecen alternativamente, según los guiños de la luz. En todo el contorno, ningún indicio de vida, pero reina una paz sobrecogedora, como de mundo muerto. Las procelarias trazan los círculos de sus vuelos temblorosos sobre el mar plomizo, aletargado, mudo. Se pone el sol, y sus claridades tamizadas por las nubes, dan brillos de perla a las ondas lentísimas. Todo calma, silencio, soledad, melancolía en  derredor. La costa en ciertos sitios se quiebra, hunde y adentra formando escotaduras admirables que recuerdan los fiordos de Noruega. Panorama exótico, de carácter norteño.

Con unos gemelos examinamos las lontananzas, bañadas de una suave lumbre lechosa. Gritamos, y nuestra voz repercute en ecos sin fin, como si se prolongara bajo la bóveda de una inmensa gruta. Se oye el bronco retumbo del oleaje que se ensoberbece al batir el acantilado. Lanzamos una piedra al abismo, y va rebotando y zumbando de modo cavernoso hasta perderse en las profundidades del océano insondable. En un picacho se mueve un zagalillo, tras una vaca, que lucen microscópicos. Silba el rapazuelo, y el silbido adquiere no sé qué tono de burla o de interrogación fantástica, como si fuera el genio de aquellas altitudes que nos saludara y nos diera a entender lo absurdo de nuestra presencia; como si nos reconviniese por profanarlas. El escenario nórdico se vela poco a poco en las sombras envolventes de un romántica anochecer.

Pero hay otras habitadores cerca de la playa, aunque invisibles. Sobre la ladera de uno de los pelados montes se divisa una casa diminuta y el brochazo verde de un cercado, indicación de una huella humana...Hay allí un Robinsón, un extranjero, un alemán - ¡ viva Germania!- que debe juzgarse feliz en su voluntario destierro y cree que, desde un planeta, cayó en la luna...