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Fuente: Diario de Las Palmas

04-12-1903

Paisajes lanzaroteños

 

 

“Desde Arrecife hasta la cruz de Doña María, veinte y tres kilómetros, la ca­rretera se eleva en constante pendiente, a trechos sinuosa y pintoresca con pro­nunciadas curvas, y a veces recta, indefi­nida, invariable, de una monotonía abru­madora para el viajero que llega a expe­rimentar el deseo de salvar precipicios y barrancos. Desde la cruz de Doña María la magnífica vía desciende en rápido zigzags por las vueltas de Malpaso, retor­ciéndose atrevida sobre el áspero risco, como la yedra adherida al leñoso tronco le abraza y le oprime deslizándose por las hendiduras de la corteza.

Nada más imponente y bello que el pa­norama del valle de Haría desarrollado a la vista desde el alto risco a 800 metros sobre el nivel del mar. La vertiente opues­ta del valle recubierta de arena volcánica de diferentes matices, esparcida en artís­ticas proporciones para conservar el efecto fecundante de las lluvias sobre el te­rreno, se asemejaría a una placa fotográ­fica del espectro Lunar, donde la natura­leza muerta yace carbonizada y yerma, si los almendros, manzanos, perales e hi­gueras al extender sus frondosos brazos no denotasen la vida vigorosa del reino vegetal bajo aquella muerte aparente. A la derecha, al pié de las lejanas ondulaciones de las lomas, las espumas del mar salpican el naciente puertecito de Arrieta, escondido y tímido entre los repliegues del terreno; más arriba, el caserío de Haría blanco y coquetón, tan pronto luciendo opulentas quintas como modestas viviendas de labradores, se extiende ampliamente por las faldas de dos volcanes extinguidos y vecinos, que allá en los pasados siglos, en titánica contienda, debieron lanzarse mutuamente toda la materia ígnea que los alimentaba; y a los pies del viajero, la roca cortada a pico, el camino solitario, el plácido sosiego de la naturaleza y la agreste superposición de los peñascos completan el paisaje que sirve de término al camino.                

La estructura geológica del terreno, ca­liza y pedregosa a la salida de Arrecife, va tornándose en las inmediaciones de Tahiche en arenisca, de tono obscuro con intervalos matizados por la arena rojiza de los volcanes; sucediendo por el orien­te las lomas a las llanuras al llegar a Na­zaret, al paso que hacia occidente se dila­ta el paisaje, sobre un horizonte bordeado por las crestas truncadas de numerosos volcanes extinguidos, a cuyos pies la co­rriente de lava petrificada cubre los ál­veos fluviales, y encierra en su negro marco de reflejos metálicos la campiña, tan pronto árida como frondosa, de nu­merosos pueblecillos.

Desde Nazaret, diminuto pago cimentado sobre las faldas occidentales de las montañas de Teguise, la temperatura deliciosamente templada nos anuncia que hemos ganado las mesetas centrales de Lanzarote, sobre las cuales se yerguen la montaña cónica de la caldera, la de Las Nieves, el risco de Famara y algunas otras, en parte de estructura basáltica, que sepultan sus cimientas por la izquierda bajo interminables médanos de arena blanca movediza.      

Más adelante dejando a la izquierda la villa de Teguise en el kilómetro 11 de la carretera, la garganta de un valle hacia el naciente pone en comunicación el trayec­to recorrido con la vega de San José, de naturaleza arcillosa y de composición dis­tinta a las lomas calizas de las primeras alturas, cuyos terrenos a medida que se avanza más y más presentan mayor ro­bustez en la vegetación, al cruzar los va­lles, sobre las Peñitas, y finalmente, en las alturas que saturan las húmedas brisas de aquellas regiones encantadoras”.