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Fuente: Diario de Las Palmas

10-05-1905

Por S. Callen y Verdugo.

 

 

Haría nos saluda. Como otras veces sus casas voluptuosamente reclinadas en la suave pendiente de las lomas, a las faldas de la Corona; sus valles que se retuercen en zic-zas, se confunden, se separan de nuevo para reunirse de improviso, o para precipitar sus aguas cuando llueve en impetuosos torrentes, saludan al viajero; brindándole de una parte las emanaciones de las huertas circundadas de retamas y flores, y de otra el ambiente fresco y puro de una altura de 800 metros sobre el nivel del mar.

Haría es para el viajero que ha soportado largo tiempo la aridez monótona de las carreteras de Lanzarote, el paraíso soñado, la meca de mi humanidad impelida hoy por un deber periodístico. Sobre los cerros de negruzca arena y sobre las azoteas de las casas que salpican y alegran las montañas, se extiende en todo el término de Haría un cielo de ordinario trasparente y azul, cuando no lo entenebrecen las brumas colgadas sobre girones flotantes de los salientes de las rocas.

Haría es el último oasis hacia el norte en la interminable superficie de lava o de sedimentos volcánicos que forma no pequeña parte de Lanzarote. Después de cruzar Haría por entre viñedos y campos de doradas espigas; después de alcanzar el paisaje que se dibujaba a distancia, y cu­ya hermosura crece a medida que adquie­re mayor relieve y el viajero puede ha­llar al fin una vegetación siempre lozana; internados ya en el laberinto volcánico que la lava petrificada en una inmensa extensión tan luego se rebasan los confines del pequeño pago de Máguez, la noción de la belleza desaparece para dar paso a la más abrumadora melancolía, que produce en el espíritu los horrores de una naturaleza completamente aniquilada.

Pero como si mi destino generoso pug­nase por evitarme el efecto letal del vas­tísimo campo de desolación que rodea la cueva, la visión de Haría, ninfa gentil de aquellos valles, perdurará según presien­to de tal modo en la retina, que insensiblemente, casi sin darme cuenta, me pro­meto pasar de las huertas de almendros y perales a la boca del antro histórico, refugio y sepultura en un tiempo de gran número de insulares. 

Haría ha brindado por espacio de mu­chos años al viajero horas de grata per­manencia debidas a la franca hospitalidad del párroco del pueblo, D. Rafael Cortés, cortés mil veces bajo todos los aspectos que se le considere, de temple antiguo y amplio espíritu a la moderna; celoso por la salud de las almas y no menos celoso y asiduo en proporcionar el conforta sus huéspedes, es en Haría una institución, la corrección insustituible, la personifica­ción del afecto llevada al más alto grado de sencillez ,cuyo carácter parece que im­prime al pueblo, y al cielo y a los cam­pos y jardines, como él joviales, como él expansivos y sonrientes.

Fuera de la casa del párroco la vida en Haría es hoy poco menos que imposible. Las pasiones humanas conducidas por torcidos derroteros han convertido aquél vergel de flores en campo de enconadas luchas, donde la justicia y la razón han emprendido precipitado éxodo.