PERSONAJES  >  Agustín Acosta

 

 

Cuando un amigo se va

Por Andrés Chaves

 

Desde que cerraron el Waikiki, Agustín no era Agustín. Ade­más, una serie de perturbaciones familiares incomprensibles lo convirtieron en un hombre triste. Sentado en un sillón, en pijama y con el teléfono en la mano, quizá para pedir auxilio, falleció en su apartamento de Puerto del Carmen el periodista Agustín Acosta Cruz. La autopsia ha sido ciara: infarto de miocardio. Era una institución de 72 años que jamás reveló su edad -perdóname, amigo— y que hizo del periodismo una bandera de trabajo, de lucha y de amistad. Nunca le concedieron una medalla, pero él si me condecoró a mí con el Jameo de Oro en sus tiempos de presidente del Cabildo de Lanzarote. Agustín Acosta deja detrás una legión de amigos y un cúmulo de temores. Los amigos se los conquistaba a golpe de bondad y de diálogo; los temores eran falsos, porque bajo su apariencia de dureza se escondía un corazón muy noble, hasta que el domingo por la noche lo traicionó. La última vez que hablé con él fue el jueves pasado. Me pidió que lo pusiera en contacto con la gente de El Mundo, a ver si conseguía la corresponsalía del periódico para Lanzarote. Creó dos emisoras de radio, otras dos de televisión y dos periódicos. Últimamente, me contó, había puesto en marcha un semanario. No conocía más profesión que la del periodismo y el trabajo incesante (ejercía hasta cuando descansaba) fue el norte de su vida. Quienes lo incomprendieron -y yo sé lo que digo—, los que lo traicionaron, se estarán tirando de los pelos. Que no lloren ahora como plañideras, porque no lo entendieron nunca, no le lle­gaban a la altura de los tacones de sus zapatos. Igual que ocurriría en cualquier crónica del corresponsal en Macondo, todo el mundo en Lanzarote sabe lo que sufrió Agustín. Periodista de raza, viejo maestro de tanta gente, sus colabora­dores amanecieron ayer consternados con la noticia: Paqui, Suso, Alfonso. Siempre los nombraba, los estimaba y los apoyada. Agustín daba juego, trabajaba desde primeras horas de la mañana, pero su joven viejo corazón empezó a fallar un día y continuó renqueante hasta que el domingo dejó de latir. Murió tan solitario como había vivido los últimos años. Cuántas horas de charla con Paco Padrón, con Ángel Isidro Quimera, con Juan-Manuel García Ramos y con tantos otros amigos suyos, en la radio y en la televisión. Agustín lo aprovechaba todo, lo recibía todo, lo emitía todo. Vivió para el periodismo, le apasionaba su isla, que no lo distinguió con título honorífico alguno, cumpliendo las entidades represen­tativas de ella con la tradición tan extendida de la envidia y la insidia y del premio sólo para los mediocres, los melifluos y los sin criterio. Mi amigo era un hombre inteligente, valiente y con convicciones. Sentado en un viejo sillón, con el teléfono en la mano para pedir auxilio o para dar una crónica, Agustín cerró los ojos el domingo por la tarde. Estaba agotado. Se lo encontraron así el lunes por la mañana. Alfonso Cana­les me daba la crónica desde el lugar de su muerte. Como un profesional, como hacen los hombres y mujeres formados" a la vera de Agustín; como tenía que ser. Quiero enviar un abrazo a sus colaboradores más próximos, ya citados; a sus sobrinos y a sus hermanos, que le ayudaron cuando otros le intentaron arrebatar la dig­nidad. El ejemplo de Agustín permanece, aunque su cuerpo y su alma hayan volado, quizá en busca del Waikiki perdido, o de alguna crónica celestial. Es verdad que cuando amigo se va, algo permanece en el alma de los que, de momento, quedamos aquí. La mañana de ayer recibí una de las peores noticias de mi vida; por inesperada, por triste. Agustín ha dejado en Lanzarote, en Tenerife, en Canarias, la impronta de su trato y de su trabajo. Y no se llevó ninguna medalla al cielo.

 

 

 

 

 

 

 

 

 


AGUSTÍN  ACOSTA  CRUZ