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La evasión de la muerte

Sepultura del artista en el cementerio de Haría

Fuente: César Manrique y Haría. El artista y la belleza del lugar

Por Francisco Galante

César Manrique había trazado los proyectos de los cementerios del Puerto de Santa María, en Cádiz, y el de Alcalá de Henares, en la comunidad de Madrid, que no se llevaron a cabo.

En ambos ejemplos, el artista propone unos camposantos integrados y abiertos al paisaje. No existen muros fronterizos, límites ni barreras. Un espacio fluido entre el exterior y en el interior, entre la vida y la muerte: pura poesía en la que la arquitectura está asociada a la naturaleza.

Es un concepto vinculado al «cementerio-jardín», puesto en práctica, especialmente, por el arquitecto sueco Eric Cunnar Asplund en su proyecto «Tallum» (apócope sueca de pinar), elaborado en 1915, conjuntamente con el arquitecto paisajista Sigurd Lewerentz, para en el Cementerio del Bosque (1916-1940), en Enskede, en Estocolmo. Un espacio de la memoria y el silencio en el verde océano de la naturaleza. Un lugar de enorme BELLEZA.

Los creadores, como Manrique, son capaces de subvertir las convenciones, de construir una mirada convencional y desautomatizar (teoría literaria de Víktor Shklovski) el lenguaje por medio de la poesía, conduciéndonos a nuevas formas de la percepción de la realidad. En esa medida, César tiene la capacidad de reinventar los espacios y actualizar su significado, invirtiendo el sentido que guardan para los espectadores ciertas recurrencias y arquetipos espaciales. César Manrique, con referencia a los cementerios, nos dice:

«La muerte me parece una maravilla. El saber que me voy a morir me permite crear al momento. Es como un divertimento, porque no tengo la responsabilidad de seguir existiendo, que un momento determinado me evadiré».

«La muerte es la gran evasión para poder tener el atrevimiento, en el corto espacio de la vida, de poder hacer cosas divertidas. ¡Soy muy atrevido¡ porque tengo un concepto de la muerte fundamentado en la evasión. Por eso diseño cementerios como lugares llenos de belleza, de móviles, de cascadas de agua, como una especie de un parque-jardín. La palabra cementerio me parece muy fea y aterradora porque nos ha sido prostituida [...]. Yo creo en los parques para la evasión».

La consciencia de Manrique se destaca no solo por meditar sobre la muerte y la libertad que le significa en calidad de invitación a crear como respuesta ante la finitud. En lo práctico, su lectura del fenómeno mortuorio lo lleva a dotar a un espacio que la cultura occidental ha consagrado al duelo, con una impronta que prioriza el carácter móvil de la naturaleza, la idea de parque de la evasión pretende resignificar la muerte y celebrar la vida.

 

Al contrastar las palabras de Manrique con lo que Michel Foucault señala que el jardín se eleva como el punto de encuentro con lo sagrado y un microcosmos que da acceso al locus amoenus. El jardín es, desde el fondo de la Antigüedad, una especie de heterotopía feliz y universalizante.

Podemos entender que Manrique realiza a través de su intuición artística y sensibilidad creadora, una fusión de estas nociones presentes en la cultura y nos invita a disfrutar un efecto inédito, una transformación de la imagen de la muerte y de nuestra relación con lo finito, reforzando la idea de que somos seres arrojados al tiempo y que formamos parte de un continuo, un todo interconectado que sigue su tránsito y revivificación al volver a la tierra.

La muerte, en ese sentido, es un paso a otro momento y un florecimiento. Así que es preciso señalar la importancia de la estética de Manrique al celebrar la relación que tenemos con lo natural. La interacción con el medio opera como un mecanismo de reconocerse a sí mismo y de una conexión con el afuera, y, en esa medida, también con los otros.

La idea de que somos parte de un todo me remite a las meditaciones de Ortega y Gasset sobre la importancia del amor y la conexión con lo alterno como parte del acto reflexivo. El saber que estamos unidos al universo, debe ser un principio rector capaz de iluminar cada parte del mundo y nos lleva a reconocer nuevas perspectivas y singularidades. La obra de Manrique me parece orientada por ese amor intellectualis y por una empatía que combate las formas que estancan la realidad. Un arte que nos invita a refundar y propiciar nuevas simientes.

«El mundo está lleno de prejuicios. La gente no tiene la valentía de decir la verdad, y me parece que esto es dramático. Por eso creo que al existir la muerte se debe tener la honestidad de decir la verdad. La verdad es alta moral, la mentira es inmoral».

El hombre es parte de la naturaleza. Los arroyos que el artista dispone en los camposantos, como una forma de trabajar en distintos niveles lo espacial, la superficie de la tierra sobre la cual podemos transitar, y lo subterráneo que fluye, de modo que el agua es otra fuerza de la naturaleza presente e interactuando con el espectador de modo sutil. En estos espacios, en particular, como he indicado en otras ocasiones, hay una imbricación con el viaje del Hades que se desprende como otra lectura del diseño: emerger de la gruta y brotar en cascadas, evoca la resurrección y a la vida. Desde esta perspectiva, se mantiene el hilo conductor con la resignificación, que es otra de las estrategias creativas en la obra de Manrique.

Friedrich Nietzsche, con relación a los cementerios, señala en Aurora, la siguiente metáfora: «Ahora, para llegar al conocimiento, hay que ir tropezando con palabras que se han hecho duras y eternas como las piedras, hasta el punto de que es más difícil que nos rompamos una pierna al tropezar con ellas que romper una de esas palabras».

La muerte, que es por encima de todo perversa, le sobrevino a César Manrique en un accidente de tráfico ocurrido el día 25 de septiembre de 1992, en las inmediaciones de su casa de Tahíche. Un suceso que me impactó. El mundo había perdido a un artista, y yo a un amigo. Diez días antes, después de convivir durante algún tiempo, habíamos clausurado la exposición «Arte y Naturaleza», en las Salas del Arenal, en la Maestranza de Sevilla, en el marco de la Exposición Universal. Mi último contacto con él, fue una conversación telefónica unas horas antes del óbito. Me dijo: «Buenos días don Francisssco», —sí, alargando la «s»— «¿cómo está el poeta?», como, incongruentemente, me decía. Le respondí: «Bien, querido César, pero el poeta eres tú».

A partir de entonces me quedé sin poesía. Pero sí con su recuerdo permanente, a diario, que es como se siente cuando asistimos a la pérdida. Y con su legado... único y maravilloso.

 

 

 

 


CÉSAR  MANRIQUE

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