PREGONES DE MALA  >  Índice

 

 

        Mala, querido pueblo.

        Es un honor estar aquí en estas fechas. Septiembre es mi mes favorito, y creo que el de muchos en este pueblo.

        ¡Cuántos recuerdos nos vienen a la mente en estos días!, aquellos años de la niñez y juventud, cuando solamente estrenábamos ropa y zapatos nuevos el mes de la fiesta, quizás por eso será que me gusta tanto Septiembre. Además de la alegría cuando nos daban una peseta para gastar en lo que queríamos, que casi siempre era en el helado de cucurucho que vendían junto a los ventorrillos: Paco o Acuña, mientras ellos hacían su propia publicidad.

        Paco decía: ¡No le compren helados Acuña, que tienen gusto a pesuña! y Acuña competía diciendo: ¡No le compren helados a Paco, que tienen gusto a tabaco! Sabíamos que bromeaban, era parte de la fiesta, y lo único que nos importaba es que estuviera bueno. Y luego, a brincar el rato que nos dejaban estar en la verbena.

        Podría contar muchísimas cosas, pero no quiero ser pesada con el érase una vez allá por el siglo veinte...

        Durante estos días, van a disfrutar de muchísimas actividades, que con mucho cariño están preparando. Y también merece un aplauso por mantener viva la tradición y el compañerismo, pero también es bueno recordar que éramos felices con lo poco que había. Hoy sobra de todo, aunque estamos en crisis, que no nos viene del todo mal, para valorar las pequeñas grandes cosas.

        Se me viene a la mente el olor a café tostado y a mojo hervido la víspera de la fiesta, también a ropa planchada con la plancha de carbón y cómo no, aquel olor especial del almidón, que con tanto mimo usábamos para que nuestros vestidos estuvieran impecables. Recuerdo también, a mi madre cosiendo y bordando a la luz del quinqué de petróleo hasta que se le secaban los ojos, quería que el día de la fiesta todo estuviera listo.

        Y el puchero del día 24, con la carne fresca del cochino que mataba para ese día especial Manuel Pérez, que venía desde Haría. Creo que era por encargo los dos kilos que comprábamos, no recuerdo bien de eso. Así que sumen cuantas cosas se disfrutaban el día de la fiesta del pueblo.

        Por la mañana, el café con la leche condensada y el pan de horno de leña que untábamos con mantequilla que ya por entonces había. Al mediodía, el puchero de garbanzas con su col, su calabaza y un manojo de habichuelas atado con una hebra de pita, para que no se perdieran en medio del gran caldero, que aunque no había avecrén nos quedaba super bueno. También hacíamos la sopa de fideos con el agua del puchero. La comíamos acompañada de las aceitunas gordas de esas de garrafón que comprábamos en un cucurucho de papel baso en la tienda de Juan José, o en la de mi tío Pedro. Y de postre, un gancho de uvas de aquel racimo tan bueno que teníamos en un lugar fresco porque no había nevera.

        Por la noche; pescado frito en mojo hervido previamente preparado, también había carne en adobo, de esa enterrada en manteca en un bote de cristal, y de postre otra vez el gancho de uvas o quizás algún durazno y un café para aguantar despiertos y escuchar a Castellano y su orquesta. Aunque hasta los dieciocho años no nos dejaban venir, así que escuchábamos de lejos, mientras nos comíamos un trocito de bizcochón o los mimos que había para los forasteros.

        A la mañana siguiente, veníamos a jugar y mirar bajo los bancos, buscando papeles de caramelos de diferentes colores que planchábamos con los dedos y poníamos de marcadores en los libros. Por la tarde, a la fiesta de nuevo, pero con el traje viejo, el del pasado año que nos habían reparado con algún volante, un cuellito almidonado o encajes para luciera nuevo.

        No puedo pasar por alto una anécdota que me contó mi tía Casilda el año pasado, en Septiembre. Vine a su casa a revolver en el baúl de los recuerdos, cosas del año cincuenta, para un corto que gravamos con anécdotas del día de la fiesta del pueblo.

        Encontramos muchas cosas, entre ellas un traje de su juventud que usó la protagonista y guardo como un tesoro. Es un traje blanco, y me contaba ella haciéndole mucha gracia, que le faltaba un trocito de encaje para una parte de las mangas y del cuello. Se lo pidió a tía Mercedes, así pudo terminarlo y bailó mucho con él; pero al terminar la fiesta, le reclamó el trozo de encaje que nunca devolvió.

        También recuerdo que salíamos al encuentro de Nicolás el de la guagua, para que nos trajera de Arrecife los últimos detalles que nos faltaban para la fiesta. El nunca se negaba, siempre estaba dispuesto, su tiempo libre hasta que volvía, lo dedicaba a hacer mandados, sobre todo medicinas, porque aquí no había farmacia. Tampoco teníamos coche, sólo había uno o dos en el pueblo. Y éramos así tan felices.

        Cuando teníamos que ir al puerto por algún motivo especial, subir a la guagua era una fiesta, así yo lo recuerdo, y me sigue gustando ir en gua­gua. Todos en casa tienen coche, menos yo, pero no lo echo de menos. Es que es una lata estar buscando aparcamiento, mejor voy en guagua y me bajo donde quiero. Vayamos todos en guagua y contaminemos menos.

        Quiero contarles más cosas. ¿Puedo? Me pareció escuchar que sí. Pues allá va, lo cuento.

        Hace más de treinta años que no vivo en el pueblo, aunque en los primeros años venía con mucha frecuencia a coger la cochinilla, abundante en ese tiempo, y que se vendía muy bien, eso todos lo sabemos. Pero les cuento una anécdota, bueno mejor dos: ¿Alguien recuerda cuando dejaron de comprar la cochinilla porque decían que era tóxica?

        Yo fui una de las que dije que eso no era cierto, porque mi hija la mayor cuando tenía tres años (si mal no recuerdo) se escapaba y comía la cochinilla de las tuneras que colgaban sobre el muro de la era, y ni siquiera se picaba, lo hacía con mucho jeito. Siempre se lo recordamos, incluso hace un par de días me dijo.- ¿Vas a contarlo? Y le dije riendo, bueno lo contaré si lo exige el guión. Ya vez hija lo conté, haz crecido fuerte y sana, así que la cochinilla de tóxica nada.

        Les contaré otra anécdota; esta no es cierta, es un sueño de esos que se repiten cada equis tiempo: Es la fiesta del pueblo, la verbena está llena, la orquesta tocando paso-dobles y boleros, y yo sentada en el banco. Todas las chicas bailando y a mí no me invita nadie. Se termina la fiesta, todos desaparecen, y yo sigo allí sentada sola, en ese instante despierto y creo que el sueño es cierto. Pasan unos segundos, reacciono, ¡sorpresa! No estoy sola, sólo fue un sueño.

        Esos sueños ya pasaron a la historia, hace mucho que no sueño, ahora tengo una ilusión, escribo historias rurales vividas en este pueblo, donde nací, crecí y me casé. Aquí tuve cuatro hijos, los otro cuatro en el puerto, pero se sienten de aquí y les gusta venir al pueblo.

        ¿Me queda algo por contar? Lo contaré en un poema.

 

Caminos los de mi pueblo


Mala ¿te acuerdas de mí?
¿por qué callas pueblo mío
y guardas tanto silencio?
Fuiste mi cuna y mi escuela
donde crecí y aprendí
andando por este pueblo.
Siguen aquí mis amigos
los cuales tengo presentes
en mis mejores recuerdos.
Mala, no sigas dormida
es hora de despertar
y caminar por el pueblo.
Mira; propongo una idea,
andemos por los caminos
y si vemos algo viejo
demandemos repararlo.
Pueden ser eras o aljibes
que tan útiles nos fueron.
Al igual que los molinos
que dibujé en mi libreta
mirando desde el camino.
iQué triste quedó el paisaje
sin aquellos dos molinos!.
En busca de la libreta
corrí a casa de mi abuela.
!Desagradable sorpresa!
Los ratones se comieron
aquella libreta vieja,
donde yo con lápiz negro
dibujé los dos molinos
con sus aspas gigantescas.
También faltan las cometas
con colas de colorines
hondeando con el viento.
¿Ya nadie juega en la calle
como hacían los abuelos?
Yo recuerdo que jugaba
al escondite con mis tías.
También pasábamos tiempo
vigilando las hormigas,
cómo buscaban comida
y se ayudaban entre ellas.
Al igual que las hormigas
tenemos que aunar fuerzas,
para animar a la juventud
y que la vida del pueblo
siga por generaciones.
Que de la historia se aprende,
y también de los errores.