PUEBLOS / Arrieta
Fuente: Obra escogida, Lanzarote
Después de remontar Lomo
Cumplido y bajar al valle del
Palomo, uno llega al «mal país»,
que es la región dramática del
norte de Lanzarote, donde ya
no
hay la alegría de un solo árbol
ni la grata sorpresa de los
enarenados. Luego se alcanza el
cruce de Peña Trujillo, y desde
aquí se ve a Dios como acontecía
a San Agustín cada vez que
miraba al mar; en medio del
Atántico, intensamente azul,
intensamente negro, está
reverberando sol el Roque del
Este, con su célebre Campanario
que advierte a todos los
navegantes su peligrosa
existencia. El Roque del Este es
un sueño de San Balandrán, poco
más o menos, porque es diminuto,
pardo, gris, y se difumina en
medio del celaje como una
nubecilla baja. Este peñón, por
no tener nada, sólo tiene
soledad e infinita tristeza, y
acaso por ese litúrgico
intimismo vayan a morir allí
todos los pajaritos de Lanzarote.
¡Qué hermandad propicia para el
cielo! ¡Pobres pajaritos que,
como las almas de los hombres
buscan su propio descanso eterno!
No cabe duda de que en el Roque
se hace posible la triste
soledad del infinito, ya que esa
islita no tiene más atractivos
que los calcinados huesillos de
los pajaritos y la fría,
silenciosa y siniestra soledad
que los envuelve per secula
seculorum.
Antes de llegar a la playa de La Garita, siguiendo el litoral desde Arrecife, se ven calas preciosas y sorprendentes playas, aparte la gran piscina natural que constituye el Charco de San Ginés. Por estas rutas norteñas está la plaza de San José, literalmente adentrada por entre los bravos cantiles donde se alza el castillo del mismo nombre. Por las exuberaciones de los roquedales, en su mayoría corrientes lávicas que se dirigieron al mar, resulta este paseo veraniego la mar de interesante, pues contrastan sus caletas extrañas y luminosas con las escorias negras, a la par que el océano se reviste de colores, resultando todo un hermoso y variado conjunto. Por donde quiera surgen las figuras pétreas emergiendo de las aguas muy azules, abrazadas por el festón inmaculado que forman las olas, como queriendo poner encaje y lujuria donde no existe sino desnudez y belleza. La Playa Bastián está nada más que a 8,500 Km de Arrecife; Los Charcos, tan ricos en pesca submarina y de lanzado, a 9,500; y el Caletón Blanco, hacia Orzola, en cuyas inmediaciones campean los conejos salvajes, que son deleite de los cazadores. Pero, ahora, nos encontramos en la playa de La Garita, cuya más reciente e ilustre visita fue la de S. A. R. el Conde de Barcelona, capitaneando el «Saltillo», y antes de rumbear hacia Barbados.
La
playa de La Garita tiene mucha
grava que los camiones se llevan
para hormigonar las nuevas
construcciones insulares. Tienen
también hornos para quemar la
piedra de cal, idénticos en su
forma y su menester a los que se
ven por la cercana costa de
Berbería. La colocación de las
piedras formando cavidad
abovedada tiene su ciencia, pues
la menor torpeza trae consigo el
derrumbe de la campana que
milagrosamente se sostiene sin
llegar a tocar los tizones'. La
playa de La Garita es tibia y
recoleta, de finísimas arenas,
donde se concitan los que desean
verdaderamente un poco de
sosiego. El mar que muere sobre
esta playa es dócil, con olillas
suaves y tardas. Pasada La
Garita entramos en el Puerto de
Arrieta, que se llama así en
honor de un aventurero vasco,
don Arrieta Perdomo y Melián,
que en 1425 se desposó con doña
Margarita de Bethencourt, hija
de Maciot de Bethencourt y de la
princesa aborigen Teguise3. Que
en Arrieta hubo vida «majorera»
nadie ya lo duda, porque ahí
está el caso de la necrópolis
que ciertos bárbaros destruyeron
en su totalidad, sin dar tiempo
para que los expertos sacaran
de ella algún partido. En fechas
recientes, muy cerca del mar,
cuando Francisco Berriel buscaba
materiales para enarenar las
márgenes del barranco Tegazo,
encontró tres bellos ejemplares
de cerámica canaria: una cuenta
y dos recipientes4 de bastante
capacidad (vasos muy toscos y de
forma poco elegante). El señor
Berriel determinó entregarlos al
Museo Canario, pero un tal Pedro
Nolasco Betancor se encargó de
llevar las joyas a Las Palmas, y
en vez de ofrecerlas
gratuitamente, como así se le
había indicado, las vendió a la
prestigiosa entidad. Empero, la
cuenta fue entregada a don Diego
Ripoche, que la recibió de manos
de un lanzaroteño de pro, que la
recuperó a cambio de un hermoso
y carísimo pañuelo. La dicha
cuenta no está hoy en el Museo
Canario porque,
desgraciadamente, cuando éste
se trasladó desde las Casas
Consistoriales a su actual
edificio, desapareció sin que se
sepa todavía su paradero.
Hay pozos de agua salobre en Arrieta, que probablemente conocieran los aborígenes, cosa que confirma la tradición asegurando que cierta vez en que un «majo» ordeñaba a una parte de su ganado, mientras el resto «abrevaba» en las cercanías, se presentó súbitamente un morisco que se precipitó a beber del «togio», ofreciéndoselo el aborigen sin la menor resistencia, mas cuando ya tragaba el moro abundantes sorbos, el «majo» sagaz le puso de sombrero tan pesado recipiente para darse a la fuga hacia los altos de Temisa. De la vida primitiva que hubiera en Arrieta poco o nada se sabe, pues sólo indicios se han hallado, en particular la presencia de los pozos y la necrópolis, huella esta última que nos hace pensar en la posibilidad de que hubiera vida sedentaria, al contrario de otras zonas con agua, y en las que el aborigen únicamente hizo vida trashumante.
Las casitas de Arrieta son
edificaciones playeras, con
pocos huecos, y tiene varios
ventorrillos de bebidas y aceite
y vinagre. Da gusto ver a los
barquitos varados, bajo cuya
sombra las viejas hacen
tertulias sin quitar los ojos a
las gallinas que picotean por la
orilla. Sobre las casitas de
Arrieta sobresalen dos suntuosos
edificios, uno que fue despensa
política, y otro que hasta no
hace mucho fue tabú para la
gente de este puerto pintoresco.
La casa de don Juan Manuel
Curbelo ofreció a principios de
este siglo amable descanso a los
políticos. Situada en el cruce
de Peña Trujillo, se oculta
coquetona en un repliegue del
camino que conduce a la Vista
del Río, y es tránsito obligado
de todo viaje turístico. Fue
siempre una casona limpia,
amplia y alegre, con cierta
adustez y prestancia de noble
palacio, con su hidalgo, pues
no otra cosa resultó ser su
morador. Don Juan Manuel, aunque
en el fondo sentía adversión a
la política, solía restañar las
heridas de sus amistades, fueran
del partido que fueran, ¡y eso
que eran muchos! La casona de
este hidalgo sibarita llegó a
convertirse en la despensa
política de Lanzarote, porque
dentro de su severa apariencia
había discursos, directrices y
sinnúmero de banquetes. «El día
que se firmen los contratos —decía
en 1926-- yo sacrifico el mejor
de mis
novillos
para merendar todos los amigos».
Sin ambargo, hoy la casa no es
más que un recuerdo y su vieja
grandeza no existe sino en los
labios que, de tarde en tarde,
conversan debajo los barquillos
varados en la playa. Son los
mismos labios que recuerdan el
tabú de Arrieta, representado en
su chalet azul, con muchos
cristales y tejadillo rojo. Es
esta una casa veraniega de forma
rectangular y tiene amplia
terraza sobre las olas
perfumadas. La construyó una
señora venida de Buenos Aires y
que escandalizó a toda la isla
porque iba sola, amazona, por
villas, aldeas y pueblos.
Todavía algunas de las abuelas
más ancianas cuentan que la
americana se marchó a sus lares,
dejando en Arrieta esa casa azul
que, hasta no hace muchos años,
fue tabú para las pías vecinas
del lugar. La piedad del Puerto
de Arrieta es mucha, aunque a
veces se da entremezclada de
supersticiones absurdas. No
tiene el puertecito iglesia ni
ermita, pero en toda casa hay
repetidas imágenes del Carmen.
Casi todas las mujeres de
Arrieta se llaman Carmen y
muchos hombres responden por
Carmelo.
La gente de Arrieta, en general, tiene gran imaginación y es dada a literaturizar, y todas sus fantasías están entroncadas con el Carmen y sus leyendas del mar. La gente de Arrieta no acaba de entender que a la Santísima Virgen se la pueda rezar bajo diversas advocaciones, porque ni siguieran saben renovar su piedad, ni se atreven a poseer otra imagen que no sea la de María con los grandes escapularios. Los escapularios son para los vecinos de Arrieta un talismán de salvación y, en torno a este enigma, cuentan narraciones milagrosas acaecidas en alta mar; en una de ellas, cierta noche cayó en medio de las turbulentas olas un marinero, pero implorando a Nuestra Señora del Carmen se vio izado a bordo del barquito asido a los escapularios. Si no fuera porque también cuenta horripilantes sucesos de maleficios, podría asegurarse que en Arrieta se topa uno con santos pescadores, al modo evangélico, pero sus aficiones supersticiosas hacen ambivalente esa religión marinera que vive Arrieta a machamartillo.
Un caso curioso registra la pequeña historia de Arrieta, y es el de Guillermina, una bella mujer que atraía a los hombres porque les daba buen café. Aún se asegura en muchas leguas alrededor que como Guillermina nadie ha hecho café en Lanzarote. Era una mujer entreverada de hermosura y picardía, que acabó casándose con un viudo, Juan Armas Perdomo, con cuyo hijo Manuel sostenía relaciones incestuosas la apasionada Guillermina:
«Y le mata una gallina,
y le hace una cazuela,
y le da de comer pan
del mejor de la vidriera;
y le da a tomar el vino
del mejor de la bodega...»
Estas cosas no podían ocultarse a la observación del viejo Juan Armas, por lo que más de una vez tuvo gresca con la sonrosada y zafia esposa, la cual viéndose acorralada recurrió, como buen ave de casta, a sus propios remedios. Poco a poco fue dándole motivos al marido, para que éste se creyera maloficiado, no tardando mucho tiempo hasta que el pobre Juan Armas perdiera el sueño por creerse víctima del más raro sortilegio. Por donde quiera buscaba amuletos con el fin de protegerse, aunque sin obtener grandes resultados. Empero, acertó con el hallazgo de un saquito rojo, lleno de arcilla santiguada, que colgado al cuello lo hacía sentirse mejor. Tal remedio trajo mala ventura, porque una noche Juan Armas mandó a mejor vida la de Guillermina. ¡Daba lástima cómo el «maloficiado» se aferraba al saquito rojo! Ni siquiera, al pasar a la cárcel, quiso desprenderse del amuleto, llorando como un niño para que no se le privara de esa «defensa» contra la malignidad de su esposa, cuya influencia sentía correr por sus venas a pesar de estar muerta. La obsesión de Juan Armas era, en verdad, un miedo terrible al maleficio que creía mortal.
Hasta no hace mucho
tiempo, acaso una década, los
hombres de Arrieta eran todos
pescadores de costa, que iban a
la mar en sus barquillos de vela
latina, para luego vender la
pesca por todos los pueblos
cercanos, mas, con el auge de la
flota corvinera de Arrecife los
hombres de Arrieta han
abandonado sus tradicionales
faenas para embarcar a bordo de
las «traiñas», ausentándose del
lugar siete u ocho meses, al
cabo de los cuales regresan para
llenar el ambiente de Arrieta
con fantásticas narraciones del
mar:
«Las olas sucediéndose en
legiones,
retumban como trágicos bordones
y alzan un «Dies Irae» funerario...»
Quizá sea esa la causa que detiene la vida en el Puerto de Arrieta, porque su vivir antoja una pausa mítica, una brevedad de sueño, después del cual el pueblecito rejuveneciera para quedarse de nuevo sumido en indescifrable letargo, pero lleno de absoluta tranquilidad, cuyo verdadero sentir parece serenarse aún más en la placidez de la playa de La Garita:
«El alma de la tarde se deshoja
en el viento,
que murmura el milagro con
murmullo de cuento».
Junto al mar está el caserío de Arrieta, con su muelle carcomido, sus desdentadas rocas, sus barquillos varados, sus corros de ancianas, que sisean en los dulces atardeceres de Arrieta, donde la pura historia suele revestirse con el ropaje de la leyenda:
«El mar es el enigma...»