HISTORIA  / Aproximación Hª Haría

 

Juan Domingo Betancor
 Socas

Hermelindo Navarro Cardero

Manuel Antonio Berriel Perdomo

 

Según las notas de tres amigos escritas en 1960 en Lanzarote.

 

"No vais a encontrar una obra, un libro, sino una copia literal de unas notas que las hojas de un simple bloc recogieron a medida que pasaban los días en el constante andar de unos jóvenes por tierras de una  isla, cuyo suelo ofrece variados contrastes".

Leyendo sobre una Isla

Es así como he venido a llamar las notas escritas por tres jóvenes, que en julio de 1960 recorrieron a pie la isla de Lanzarote, y cuya transcripción me he propuesto realizar en las próximas líneas.

Comienzan de esta manera: "Desde hacía tiempo se venía fraguando en nuestra mente la idea de una excursión por la isla de Lanzarote. Encontrándonos en un espectáculo de laborismo isleño se encendió un nuevo amor a esta tierra, y se fijó una fecha, 15 de julio, para dar comienzo a la expedición. Al fin llegó este día, que quedaría grabado en el enmarañado mundo de nuestros recuerdos.

Al amanecer emprendimos la marcha hacia un lugar casi desconocido, el reino de los volcanes, el de la propia isla, con sus playas, su arena negra y su jable.

A medida que se repetía el tic-tac del reloj, el gigantesco rey de los astros ascendía majestuoso sembrando sus dorados rayos sobre las requemadas tierras de Malpaís, mientras acariciaba mimosamente el alegre amanecer de nuestro pueblo. Trepábamos por el polvoriento y pedregoso barranco de Malpaso, y una vez en la cima, cuando nos volvimos para dar el ultimo adiós a este vergel, que la Naturaleza nos ha brindado con su espontánea y generosa acción, llegó a nuestros oídos el   dulce murmullo de una fuente que desde el suelo brotaba entre rocas y juncos; junto a sus aguas frescas y tranquilas encuentra el caminante un reposo sin par.

Nos encontramos en la cumbre lanzaroteña, sobre el risco de Famara, palco natural desde donde el escenario de nuestras andanzas, maravillosamente decorado por la mano del creador: ¡Hacía un lado, en el fondo del abismo, el azul intenso del mar tocando suavemente las rubias arenas de la playa, y, por el otro, la extensa llanura del blanquecino jable, defendida cuan fortaleza regia por la cadena montañosa que al fondo se divisa.

Iniciamos el descenso por una desafiadora y zigzagueante  vereda, conocida vulgarmente como  "Vereda de rabo de bulgao". Cruzábamos el valle denominado "Rincón de la Paja", cuyas características permiten forjar alguna hipótesis acerca de la posible existencia en el mismo, en tiempos lejanos, de un grupo  de aborígenes; poco después un trepidante ruido se dejaba oír; provenía de máquinas cuya función no conocíamos en aquel paraje. Hacia un lado, y en el interior de una hendidura del terreno, varios hombres estaban afanados en la descarga de una carreta llena de negros y húmedos guijarros. Estábamos ante las galerías de Famara, e impulsados por un interés rodeado de cierta curiosidad fuimos a contemplar más de cerca estas importantísimas galerías, bernegal de Lanzarote.

Gentilmente invitados y provistos de unas lámparas, ofrecidas por los actores anónimos de este duro pero magno trabajo, penetramos en el interior de la arteria vital. A medida que avanzábamos se veía como una multitud de capilares, llegados desde todos los miembros del pétreo cuerpo, volcaban el tan preciado liquido, que pudiéramos llamar el "Oro blanco isleño", en este cauce arterial.

Avanzados unos cientos de metros se distinguía una tenue luz, pero no era de un candil, sino la propia luz solar que desde la epidermis  terrestre cruzaba una especie de fosa nasal de unos setenta metros. En este punto la arteria se bifurcaba, y tomamos el ramal de la izquierda. A los pocos minutos habíamos llegado al final, donde se percibía aún el olor a los explosivos empleados días o quizás horas anteriores. Nuestro camino se vio cortado por un imponente dique, tras el cual se encerraba la esperanza de un nuevo alumbramiento. De regreso nuestro acompañante nos narraba las penalidades del fatigoso y diario quehacer.

Tras haber dialogado brevemente, manifestando la gratitud por las atenciones prestadas, continuamos la marcha hacia la playa.

El día avanzaba. Los rayos del sol se hacían sentir con la fuerza tan familiar en esta época, cayendo intensamente sobre la faz de la tierra. Frente a nosotros se extendía la kilométrica playa. Como caminantes solitarios anduvimos por aquellas doradas arenas, que las inquietas y juguetonas olas cubrían por momentos, contemplando los enormes acantilados que tras nuestros  pasos habían quedado y que las brisas marinas en sus perpetuas caricias habían pulido caprichosamente.

Al pie de este abrupto macizo surgía como por encanto un pequeño oasis, cuyas palmeras lanzaban una nota de alegría en este silencioso paraje, y presentan un matiz esmerado  contrastando con el plomizo del acantilado.

Muy cerca se encuentra la Caleta, típico caserío veraniego donde las familias de la histórica y antigua Villa de Teguise acuden a gozar de las delicias del mar, bajo los abrasadores rayos solares.

A lo largo de esta zona y en una extensión de varios kilómetros aparecía ante nosotros una inmensa llanura de arena, cubierta en su mayor  parte, junto a la costa, de restos de moluscos.

A la izquierda y tras la falda de una montaña se extiende el pueblo de Sóo, humilde, árido y desimanado, que resguardado por conos volcánicos parecía vivir el lagarto de la eterna sequía.

A nuestra derecha, allá en el horizonte, y como ha dicho un poeta isleño, se recortaban sombrías las siluetas de las islas menores sobre el zafir del Océano, que se extiende como un manto de seda azul lleno de cabrilleos e irrizaciones  ofuscantes, levantando, a penas, un suavísimo rumor.

Estas planteadas tierras sentíanse bañadas por una furgoneta  luz que paulatinamente agonizaba, mientras las sombras caían con suprema  melancolía. Llegaba la noche. Se levanta la tienda de campaña. Las aves vuelven a sus nidos. No muy lejos el mar deja oír el susurro de las olas.

Cuando los albores de la aurora comenzaban a desplegarse nos pusimos de nuevo en camino. Poco más tarde nos encontrábamos entre unas diminutivas casas que se agrupaban junto a una playa, pequeña, pero mansa; estábamos en Caleta Caballo. Allí encontramos a un hombre, solitario, atareado en el confeccionamiento de cestas. Aún cuando esperaba la llegada de su familia para pasar la temporada veraniega, su soledad se debía a motivos de trabajo; exigiendo ésta agua y no teniéndola abundante en su pueblo, había marchado a aquel lugar donde muy bien aprovechaba la del mar.

(...)

 

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