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Juan Domingo Betancor
 Socas

Hermelindo Navarro Carero

Manuel Antonio Berriel Perdomo

(...)Tras esta cortina de montañas, y a lo lejos, se distinguía unas casas blancas,  un pueblo, donde el volcán ha llevado sus lavas, y finas arenas cubren sus suelo; estamos entrando en Yaiza. Una gran parte de las casas se agrupan en torno a la Iglesia, mientras las otras, salpicadas, se alejan entre sí a medida que se aproximan a la periferia. Los huecos están cubiertos de palmeras que verdean el campo, dándole un aire jovial y pintoresco. Junto a la Iglesia la antigua plaza ha sufrido el impacto de la renovación, símbolo de las nuevas generaciones; los árboles de troncos viejos y agrietados se han remplazado por otros más jóvenes.

Dejando el pueblo emprendimos el camino hacia el Golfo, lugar de belleza turístico-natural que más tarde inspiró estas líneas:

A los pies de una loma
que muere en el mar,
sarpullo de casas,
endormitadas por el
constante arroró
del ancho Océano,
se hace notar.
Sobre una peña,
como blanca gaviota,
descansa un mirador
que nos hace exclamar:
¡El Golfo!

Bajo el pequeño mirador unos escalones descienden hasta la playa, donde los botes esperan la salida. El fondo de esa diminutiva bahía es engalanado por un corte de areniscas coloradas, bajo el cual se encuentra un curioso merendero. Por una vereda en declive de la roca pasamos, al fin, al anfiteatro del Golfo, donde la naturaleza le ha brindado un medio cono volcánico, que le sirve de morada, y un espejo en que mirarse en el transcurso de los siglos, enorme esmeralda en forma de media luna.

Nos dice la leyenda que en aquella laguna, sustentada permanentemente por la cercana playa, una enamorada pareja arrolladora por el duende del amor fue sepultada para siempre en lo más profundo de su abismo. Desde entonces se ve en el reflejo del cristal de sus aguas, mientras una delicada melodía se deja sentir en el tiempo de quien lo contempla.

Volviendo sobre la pista, que hasta aquí nos había conducido, tomamos la carretera, camino del Janubio; ante nosotros se abría la zona desértica del extremo sur de la isla.

A un lado y como  palomas trepadas en sus nidos se divisa el caserío de las Breñas. Al lado opuesto de aquél en que se percibía el blanco  sembrado, y en una hondonada, se presenta de impreso el Janubio, rompiendo la monotonía del terreno. Es el lago lanzaroteño por excelencia, gigantesca aguamarina que embellece aquel paraje. El hombre ha contribuido a embellecer este rincón construyendo unas salinas, obra de artífices, constancia. Así el charco azul se vistió de blanco, mientras los molinos, al compás del viento, continuaban su tarea derramando el agua en una serie de estanques, donde quedaba a la acción del sol hasta obtener los cristales salínicos. Se había creado una industria salinera, una de las riquezas de antaño, hoy desafortunadamente en decadencia, reemplazada por nuevos y mejores medios para la finalidad a que se dedicaba.

Un molino doblegado por la vejez anuncia la proximidad de algún pueblo; en efecto, a corta distancia y ocultas por el terreno, unas casas se alzan junto a una playa. Sus calles cubiertas de banderillas multicolores y el tronar de los cohetes anuncian el homenaje que Playa Blanca rendía a la patrona de los marinos, con motivo de su pasada festividad. En la orilla blanca y serena unas lanchas vestidas de fiesta aguardan a llevar y acompañar a la Virgen por aquellos contornos.

A la izquierda un castillo domina el brazo de mar que nos separa de la isla hermana, al frente la isla de Lobos, que como enorme boya flotante guía al navegante por este lugar conocido por la Bocaina.

¡Rubicón, puerta de la civilización, sede del Obispado, víctima de las incursiones bereberes, punto de partida de los conquistadores de las demás islas, hoy tierra desierta y erosionada!.

Punta de Papagayo, abrigo de hermosa playa de colorido inigualable.

Pasan las horas. Un valle lleno de vegetación es azotado por un viento que sopla desde el naciente con afán desolador. El pequeño valle de Uga, a la entrada del visitado recinto de Yaiza, se representa con sus casas alineadas y árboles de frondoso ramaje alternando con las verdes e inquietas palmeras, que luchan contra este destructor invisible. En la campiña unos labriegos de piel tostada terminan de recoger las mieses, premio de la labor realizada. Caravana de dromedarios, de paciente caminar, se aproximan llevando los típicos serones llenos de arena, que han de servir para renovar de su pálida tez la de años anteriores.

Enfilábamos la pista que conduce a Playa Quemada cuando Eolo, que acababa de despertar, lanzaba gritos y dejaba sentir sus fuerzas, hostigando con violencia aquella tierra. La pista ofrecía su osamenta, pues sus flacas carnes eran devoradas por momentos. Las partículas arenosas, siguiendo el relieve del terreno, se deslizaban por las faldas de las montañas a manera de inmensas cataratas. Enormes nubes de polvo se elevaban cubriéndolo todo. El pedregal caía con un chasquido similar a una fuerte granizada. Nuestros pasos eran vacilantes y acelerados, al mismo tiempo, por el huracán. Más que Playa Quemada debería llamarse, al menos por aquel día, "Playa Azotada", y sin embargo permanecía en relativa calma. El horizonte quedaba cortado a unos cientos de metros, donde las nubes de tierra venían a confundirse con el mar, tiñendo sus aguas.

Pasaron las horas, y cuando Eolo parecía  adormilado  nos pusimos en camino. Cruzamos ahora una zona de arena y piedras sueltas, que hacen la marcha agotadora, hasta llegar a Puerto del Carmen, conocido mejor por su antiguo nombre de la Tiñosa, que según nos cuentan fue puerto de partida hacia la isla de Cuba de las excelentes cebollas del sur de la isla, cuando el dromedario era el principal medio de transporte.

Entre el pueblo sobresale un campanario, sobre los muros desnudos de una  iglesia. El sol caía vivificante en las rubias arenas de sus playas, excelentes bellezas. Junto al pueblo el albeado del suelo muestra el trabajo y el afán por recoger las cuatro gotas que, como cuatro lágrimas, caen del cielo.

Dejando la costa nos dirigimos a Tías. El viento se hace sentir de nuevo y la fina arena lo invade todo. La pendiente del camino y la fuerza del viento dificultan la marcha. Se aproxima la noche. El viento silba con ímpetu sobre la arista superior de las casas. La tienda de campaña no quería tomar su aspecto normal, se elevaba de un lado o de otro; una serie de cuerdas sujetaban con dificultad el empuje del vendaval; los vientos de la tienda de poca cosa servían, una pared de poca altura y unas piedras fueron los medios más eficaces. (...)


 

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