CULTURA:  --  Literatura

 

 

Fuente:  Programa de San Juan 1990

 

La vieja se moría sin remedio y sobre el colchón crujiente de paja, jemia. Afuera las palmeras volteaban envueltas en la brisa norteña y conejera, tiovivos del espacio abierto sin nubes, girasoles del troncudo elemento vegetal que el hondón del valle alegran el paisaje urbano que se contempla desde lo alto, desde las cuestas del Malpaso, o Malpeis. Allí estaba, y está, el Palmeral de Haría.

La vieja se retorcía desesperanzada de la vida, de seguir viviendo. El cura entró sin hacer ruido, con paso tardo, con sigilo de gato y seguido por el gato, el de la vieja. Sabía que ella, que había sido santa o poco menos porque hizo siempre la caridad y no habló mal de nadie ni le deseó nunca la desventura al prójimo, estaba "a salvo en la vida eterna". Pero al verla sufriente y desvencijada, tan arrugada, se condolió y le dijo que la encontraba mejor; que sin duda iría rebasando la enfermedad y muy pronto sanaría, que así se lo había dicho el médico al que se encontró por la vereda. Y le dijo que tuviera fe, que cogiera ánimos porque todavía no le había llegado la hora definitiva del último salto, la misteriosa y condoliente hora de la muerte. La vieja no chistaba, y miraba al cura desvaídamente, sin recelos, porque el cura había sido siempre, al decir de las gentes, un cura bueno. Y cuando éste terminó en su piadosa perorata se incorporó como pudo contra el cabezal del catre y, mirando al párroco con mirada lastimera, le dijo que no perdiera el tiempo en consolarla vanamente, que ella bien sabía que su mal no tenía remedio y que mejor le resultaría irse a la iglesia a rezar por las almas perdidas...Entonces el cura, viendo que la vieja era conscientes de la muerte inminente que la acechaba, se fue acercando a ella y cogiendo entre sus manos las huesosas manos de escueto pellejo de la moribunda, quiso administrarle el último consuelo diciéndole que ella no tenía nada que temer sino todo lo contrario, pues como había sido siempre buena en esta vida, en la otra la esperaba Dios con los brazos abiertos, que en el cielo sería feliz y gozaría de la dicha eterna. La vieja seguía callada, y cuando el cura terminó, se limitó a decir:"No, padre, yo mi casita, que me dejen en mi casita".

Esta casita de la vieja de Haría, de la vieja moribunda, yo la veo desparramada por toda Lanzarote. Por todos los rincones de la isla yo estoy viendo la casita, cada vez más lejana, cada vez más perdida. La casita de la vieja moribunda es aquella que se vislumbra allá enclavada en cualquier parte, de tejas la azotea a veces y otras de isleña "torta" (tierra y granzón). Es la que luce el balconcillo de ventanal verde encaramado en lo alto al soco de la brisa y la chimenea al poniente, con el corral al lado, y el huerto, y el aljibe, y la era diminuta como un juguete de aeropuerto. Es la que huele a perejil, y a tomillo, y a nidos de palomas, y arabos de cabras y chivas de machos cabríos, y a zaleas y a zurrones. La que  resplandece de verdor con tunera y higo picón colorado, y el geranio, y la pitera y la enredadera. La que achatada bajo la canal mustia de lluvias ausentes busca el frescor de la piedra berroqueña, o quizá la volcánica. La que todavía se ve y cada vez se ve menos, en los pueblos, caseríos y pagos, porque el turista paga y va imponiendo el gusto y las costumbres traídos de otros climas...

La casita de la vieja moribunda la veo yo todavía, pero difuminada, diluida en la avalancha esa de exotismos múltiples, de sentimientos dispersos y ensueños vanos que van acogotando a la isla por todos sus costados. Y pronto, y eso es lo lamentable, cada vez se irá viendo menos, hasta que con el tiempo quede sepultado definitivamente bajo esas oleadas invasoras de esnobismos arquitecturales acomodaticios y esperpénticos, de aburguesada factura "chaletoide".

Cuando a la vieja moribunda de Haría el cura le prometió el cielo y ella prefirió su casita, quedarse en su casita, el gesto tuvo una significación profunda. Significó todo el hondo sentir de un pueblo y de una isla que da estertores de muerte irremisiblemente, que se sacude y se resiste, a pesar de todo, a dejar de ser. Tantas cosas han cambiado y tantas cosas han dejado de ser en Lanzarote, que ya es poco lo que le queda para reconocerse a sí misma.

A la casita de la vieja moribunda, que es la isla entera toda de Lanzarote, o en ella está representada, la han escachado. Yo la veo escachada, transfigurada, desbaratada con su viaja muerta dentro renunciando el cielo prometido, ese cielo con el que economistas y capitalistas y futuristas y oportunistas de toda calaña han venido, año tras año, engañando al sencillo y adusto hombre lanzaroteño.