CULTURA: -- Rincón literario - Mercedes Toledo
Ocurrió así, como se los cuento. Así me lo contó mi madre después de varios años y aún, el recordarlo le ponía "la piel de gallina". No daba crédito a lo ocurrido hasta que pudo comprobarlo por sí misma.
Fue uno de aquellos largos veranos de la infancia, esos que están siempre en nuestro corazón. Recuerdo con nostalgia mi querida playa Bastián, mi charco preferido, mi pandilla de hermanas y hermanos con las caras embadurnadas de crema para controlar los rayos solares y evitar así las quemaduras un nuestra suave piel, mi gueldera para coger camaleones, el mira fondo que le cogíamos a tío Pepe sin su permiso para mirar con él, el fondo del mar en la peñita de tía Jeromita como así la bautizaron mis tíos por las atardeceres que ella pasaba allí vigilando la boya de su caña por si alguna vieja picaba...en fin, me estoy dejando llevar por los recuerdos y sin quererlo, me he alejado de lo que les quería contar.
Corrían los años cincuenta y tantos. Yo era muy pequeña para entender esas cosas, por eso mi madre nos lo contó a todos cuando tuvimos la edad suficiente para comprenderlo.
Mi madre, como todos los veranos de nuestra infancia, se pasaba la mayor parte del tiempo realizando las tareas cotidianas, pues las comodidades eran pocas y la familia abundante; además siempre había un pequeño, su último retoño, que andaba enredado entre sus faldas como se suele decir ya que éramos todos seguidos. Cuando yo tenía seis años, siendo la primogénita, mi quinto hermano ya dormía en su cuna de palillos que había sido el primer nido de las cuatro hermanas que le precedíamos. Para romper la monotonía del día a día, ella solía dar un pequeño paseo por los alrededores para tomar un poco de aire y de sol y fue así como un día de esos vio por primera vez que a lomos de su burro blanco, una señora pasaba por nuestra finca en dirección a la ciudad de Arrecife y retornaba al mediodía. Ginesa, que así se llamaba la señora, acudía a la recova a vender las pocas cosas que ella misma cultivaba y que transportaba en las alforjas de su fiel compañero. Este era su atuendo: pañuelo, sombrera, vestido de cuadros, delantal, medias de cordoncillo y unas alpargatas blancas. Recorría unos diez kilómetros a lomo de su burro y retornaba más o menos alrededor de las dos de la tarde, una vez vendidos sus productos.
Después de varios días haciendo el mismo recorrido, mi madre ya le saludaba entablándose entre ellas un lenguaje sin palabras hasta que intercambiaron alguna frase amistosa. En una de esas veces, mi madre pudo observar que la señora no iba sola; en su vientre se gestaba una nueva vida y su embarazo redondeaba sus formas bajo los pliegues de su vestido blanco y negro.
Esto intranquilizó a mi madre que como fiel guardiana esperaba el retorno de Ginesa pues no había otro camino que la pudiera desviar del que cruzaba nuestra propiedad para llegar hasta su casa que se encontraba a un par de kilómetros de la nuestra .Muchos días, cuando por cualquier motivo se retrasaba, mi madre, con el corazón en un puño, esperaba impaciente su retorno y cuando al fin la divisaba, se relajaba y ella feliz a pesar del cansancio, la saludaba llevando su ruda mano hasta el ala de su sombrera. ...Pasaron los meses y la fecha del parto se acercaba, pero ella seguía haciendo su recorrido pues tenía que llevar a casa el sustento de su familia, y esto tenía a mi pobre madre fuera de quicio pues temía por lo que le pudiera ocurrir.
Aquel mediodía se hizo esperar hasta tal punto que mi madre no apartaba sus ojos de la serpenteante y polvorienta carretera y se echó a caminar a su encuentro. A lo lejos, vio como el obediente burro se acercaba y su jinete como siempre a su lomo pero...a medida que la distancia entre ambas se reducía, pudo notar que traía entre sus brazos un envoltorio que no era lo habitual. Cuando se encontraron frente a frente, mi madre no podía dar crédito a lo que veían sus ojos y fue entonces cuando aquella mujer le narró en su tosco lenguaje lo ocurrido: Me puse de parto por el camino y viendo que los dolores me tenían "esconchada" me bajé del burro, me acerqué a la marea y allí sólita y Dios parí a mi hijo. Con una piedra de un charco corté el cordón de la vida y se lo amarré con una tira de mis propias enaguas y aquí lo traigo envuelto en el delantal. Mi pobre madre, a pesar de haber alumbrado muchas veces, (siete para ser exactos) los partos la ponían muy nerviosa así que pueden imaginarse ante esta situación cómo pudo reaccionar. Ella nos dijo que las piernas se le aflojaron pero con ojos de admiración felicitó a aquella valiente mujer que a lomos de su dócil burro abrazaba contra su pecho una nueva vida que asomaba sus pelillos ensangrentados por encima de la improvisada pañoleta.
Cuando llegó mi padre del trabajo, se lo contó y ambos no salieron de su asombro. Para mayor tranquilidad, se acercaron hasta su casa en el viejo coche que mi padre tenía y pudieron comprobar que el recién nacido dormía plácidamente en su cuna de madera y que la parturienta lavaba felizmente en la pila chapoteando en el batidero y tendiendo la colada en las paredes de piedras como era la costumbre.
Pasaron los años y aquel niño se hizo un muchachito robusto y hermoso y fue entonces cuando su madre le contó en qué circunstancias había venido al mundo. El chiquillo que además era muy zalamero, cuando su madre le decía: dile mi niño a estos señores donde naciste tú. El contestaba con una gracia que hacía reír: ¡En el Jablillo, en el Jablillo! Así se conocía aquel lugar donde esta valiente mujer, trajo a su hijo al mundo sin complicaciones ni infecciones protegida por la pureza que en aquel entonces se respiraba en nuestra isla y alentada por el que todo lo puede. Nuestro Creador.