Geografía/ Datos geográficos

 

FUENTE: Descripción de las Islas Canarias 1764

Cuando llegué por primera vez a Lanzarote, anclamos en el puerto de El Río, antes mencionado, desde donde inmediatamente despaché a un mensajero, un pastor que encontré allí, al Gobernador para informarle de nuestra llegada. Regresó el mismo día, trayendo consigo a uno de los criados del Gobernador, con un burro ensillado y una orden de que le esperaba en el pueblo de Haría. En consecuencia, salté a tierra y llevé conmigo un joven de Tenerife. Después de subir la empinada roca por la estrecha senda, encontramos al asno ensillado, esperándonos, el cual monté, y pronto llegamos al pueblo, en donde encontramos al Gobernador sentado en un banco delante de su casa; el cual, al acercarme, me abrazó y me saludó a la manera española. Estaba vestido con un chaleco negro de tafetán, unos calzones de la misma tela, con medias de seda, un gorro de dormir de lino con lazos, con un sombrero de anchas alas caídas. Este atavío le hacía parecer muy alto, aunque en realidad tendría unos seis pies, y parecía tener alrededor de los cincuenta y cinco años. Al cabo de un tiempo de estar sentados en la puerta, me hizo entrar en la casa, y me presentó a algunas señoras, quienes me pa­recieron su mujer y sus hijas. Fue ésta una fineza de no poca consideración en ésta o en cualquiera de las otras islas Canarias. Aunque había dejado el barco antes de la hora de comer, nadie me preguntó si había comido, de modo que ese día ayuné desde por la mañana hasta por la noche. Es una extraña forma de finura entre la gente acomodada de aquí, que consiste en que uno no debe pedir nada de comer, por muy hambriento o desmayado que esté, en una casa ajena; pues una libertad de este tipo se consideraría como el mayor grado de vulgaridad o mala crianza: por tanto, cuando hallé una oportunidad, hice que tenía que ir a hablar con mi criado, pero en verdad para tratar de conseguir alguna comida por mi cuenta. Me di cuenta que el joven de Tenerife había sufrido tanto como yo: de cualquier manera, le di algún dinero y le mandé traer lo que pudiera encontrar que fuera comestible; y que en caso de no conseguir nada mejor, que me trajera una pella de gofio o un puñado de harina; pero su búsqueda resultó inútil, no habiendo allí ni pan ni otra cosa comestible en venta. Al fin llegó la hora de cenar, y la comida fue, por lo que respecta a aquella parte del mundo, no sólo buena, sino muy elegante, compuesta de diferentes platos. En todo el tiempo que estuvimos en la mesa, las señoras se mostraron muy minuciosas en cuanto a sus preguntas referentes a las mujeres inriesas, su aspecto, sus vestidos, comportamiento y diversiones. Contesté a todas aquellas preguntas lo mejor que pude; pero quedaron muy escandalizadas acerca de lo que les dije sobre su libre comportamiento; y cuando las informé acerca de las costumbres de las señoras francesas, me dijeron claramente que no era posible que pudiera haber entre ellas mujeres virtuosas. Después de retirarse las señoras, el anciano señor exaltó el poder, la riqueza y la grandeza del Rey de España, por encima de todos los Reyes del mundo. Como ejemplo del valor de los marinos españoles, dijo que era una norma si un barco de guerra encontraba dos de la misma potencia de cualquier otra nación, el no huir, sino verse obligado a atacarlos; y si encontraba a tres, el Capitán podía, si quería, evitarlos, pero si huía, siempre sería considerada una cobardía. Añadió que los españoles, en cuanto a valentía, sobriedad, honor y fervor por la verdadera religión, superaban a todo el resto del mundo. Con estas palabras y otros discursos parecidos me obsequió durante una hora. Entre otras cosas, me preguntó si Inglaterra y Francia estaban en la misma isla, o si estaban en islas diferentes. Le rogué me hiciera el honor de visitarme a bordo de mi barco en El Río: me contestó que lo haría con todo el corazón, si mi barco se encontrara en Puerto de Naos, pero que sería indecoroso que un hombre de su categoría bajara la colina a gatas. Al día siguiente, partí hacia El Río, en compañía del Estanquero o cobrador de las tasas del Rey sobre el rapé y el tabaco. Ibamos montados en burros, que salieron con nosotros a todo galope, pero no continuaron por mucho tiempo a ese paso. El Estanquero nos estorbó mucho por el camino, pues llevaba una escopeta y disparaba a cualquier pájaro que veía, sin desmontar y nos veíamos obligados a esperar por él. Me dijo que el único placer que tenía en la vida era coger la escopeta por la mañana e irse a tirar. Cuando llegamos a la empinada roca, uno de los caballeros no quiso desmontar, sino que ordenó a su criado que llevara a su burro al paso; pero el criado, más listo que él, lo disuadió con gran dificultad de que hiciera aquello, exponiéndole lo imposible que aquello suponía sin romperse la cabeza: tan temerosas son aquellas gentes de rebajarse al usar sus piernas.

El Estanquero y sus amigos vinieron a bordo, y nos compraron algunas mercancías, que habían de ser pagadas en orchilla. Después de hecho el negocio, los atendimos lo mejor que pudimos, duran te los tres días que permanecieron a bordo, esperando la orchilla, que habían mandado buscar al otro lado de la isla. Sus criados nos dijeron que sus amos jamás habían vivido tan bien en toda su vida, y que uno de ellos nunca había comido carne en su casa; sin embargo, nos dimos perfecta cuenta que no hacía esto por cualquier antipatía natural o por sobriedad; pues, estando con nosotros, se comió, o mejor, devoró seis libras de carne en cada comida.

Mientras permanecimos en El Río, nuestro carpintero y nuestro contramaestre se fueron juntos, después de desayunar, al pueblo de Haría, e ignorando las costumbres del lugar, dejaron de llevar provisiones consigo. Cuando llegaron a tierra, lo primero que hirieron al estilo de los marinos, fue buscar una taberna; pero fue en vano, y entonces entraron en varias casas, con la esperanza de que alguien fuera lo bastante amable para ofrecerles algo de comer; pero aunque encontraron a la gente bastante dispuesta a hablar y a hacerles preguntas, sin embargo ninguno se ofreció a satisfacerles. Al fin, viendo a algunas señoras y otras personas en la puerta de la casa del Gobernador, se dirigieron hacia ellas, esperando que su curiosidad pudiera inducirlas a acudir a ellos; tenían razón, pues les hicieron un montón de preguntas, pero jamás les preguntaron si tenían hambre o sed; no obstante, uno de los marinos, pensando darles una sugerencia referente a sus necesidades, pidió les hicieran el favor de darles un poco de agua, la cual les fue traída inmediatamente, pero nada de vituallas ni vino; así pues se dieron cuenta que no tenían otra cosa mejor que hacer que regresar a la nave. En su camino se encontraron con un hombre montando un camello, y estando muy desfallecidos por el ayuno, llegaron con él a un trato, por un real, para que desmontara y les dejara montar a ellos en el camello, hasta la cima de la montaña. Cuando llegaron casi a mitad de aquella distancia, le dio al camello por sacudirse, y los marinos, no acostumbrados a aquello, y no esperando aquel movimiento repentino, cayeron dando volteretas de cabeza al suelo. El camellero, muy sorprendido, les preguntó qué había pasado, y trató de volverlos a hacer montar, pero sin éxito; y cuando les pidió el dinero del alquiler del animal, le contestaron que ya estaba bien que no le hubieran roto los huesos a él, y salieron escapados: el camellero, sin tener a nadie que le ayudara, no los persiguió.

Estas historias pueden parecer muy fútiles y que no vienen al caso para el lector; pero las refiero para dar alguna idea de la manera de ser de estas gentes. Cuando preguntamos el precio de cualquier cosa, por ejemplo, ovejas, aves, o cerdos, su respuesta más corriente en suele ser la que sigue: «Para la gente del país, las vendemos a tal precio; pero para los extranjeros no podemos venderlas por debajo de tal otro.» Esto basta para mostrar su poco hospitalaria y brutal disposición.