Geografía/ Datos geográficos
FUENTE: Las Islas Canarias: su historia,historia natural y paisaje
Nuestro trayecto de San Miguel
a haría resultó 1000.001 de los
más interesantes que yo haya
realizado jamás. La carretera
serpentea por la montaña que hay
detrás del pueblo, subiendo a
través de tierra y el c Desde esta altura podíamos ver de vez en cuando la costa nordeste de la isla a través de la neblina y si el tiempo hubiese estado claro, habríamos conseguido una buena vista. Una vez que cruzamos la meseta, en la que reinaba un silencio absoluto, roto únicamente por el ronco graznido de un cuervo, la carretera serpenteaba montaña abajo, en grandes curvas hasta el valle de haría, que da nombre al pueblo, al que nos acercábamos rápidamente. El valle es tan diferente del resto de la isla como un sería capaz de imaginar; en lugar de plantas requemadas y murallas de cráteres accidentados, advertíamos todo tipo de vegetación; el campo resultaba verse en lugar de marrón y arbustos de todas las clases ocupaba el lugar de las atrofiadas euforbias del sur de la isla. La pobreza se asentaba a un lado de la masa montañosa que acabábamos de usar y la prosperidad, del otro; las casas estaban mejor construidas, los habitantes de haría mejor vestidos y los pájaros que era aquí tan abundantes como escasos eran las llanuras. Para armar nuestras tierras escogimos un saliente de horizontal de un terreno privado cualquiera, a una milla del pueblo y desde el que se dominaba el panorama. La higuera, la morera y las palmeras crecían en abundancia por los alrededores, mientras que justo debajo de nuestro saliente una gran zona de cuidadas tuneras mantendría a los posibles intrusos perfectamente a raya. Justo detrás se eleva el macizo de Famara, a 2198 pies, bajo cuyas faldas cruzaban rápidamente las espesas nieblas, hasta que de último, también a nosotros nos envolvió la espesa niebla y nos vimos obligados a sumergirnos en la más oscura noche. Fue grande la alegría de levantarnos y ver el sol y la calma, en lugar del viento incesante que habíamos experimentado hasta entonces. El valle de Haría es un lugar espléndido para quedarse en varios días y con seguridad el mejor sitio para coger pájaros. Encontramos a la curruca tomillera y al mosquitero de Lanzarote, así como al herrerillo común, por primera vez en la isla, todos muy abundantes en número y, aparentemente, concentrados en este distrito fértil. Otra de las aves de las que observamos que había muchas eran los pájaros moros, pardillos, tabobos, bisbitas y cernícalos. Varios cuervos y un par de ratoneros comunes se veían continuamente y después encontramos alcaravanes anidando en un barranco4 abrigado que conducía fuera del valle. Mientras estuvimos en el campamento una corriente continua de hombres, mujeres y niños llegaban con cualquier artículo concebible del que pensaran que yo podría estar interesado en comprar: lagartijas, escarabajos, caracoles, erizos, huevos de pájaro y crías, entre los últimos había dos palomas bravías, ¡qué un hombre había traído en su camello desde unas cinco millas de distancia! A estas las mantuve vivas y fueron todo el viaje conmigo, nunca se les disparó ya que viajaban en una cesta abierta y, cuando estaban en el campamento, se posaban en un aro cerca de la tienda. Las moscas resultaban un terrible motivo de enfado en este campamento y, a menos que echásemos a todas y cada una fuera de la tienda antes de las cuatro (cuando dormitaban), hacían que el amanecer fuera tan horroroso como el resto del día. Por suerte tenía un mosquitero para mi tienda así que sentado bajo él uno podía escribir y leer con aceptable comodidad, si bien los insectos preferían el interior de la tienda.
2ª parte
La vista del norte estaba interrumpida por un saliente de roca. Una vez subido a ésta, me encontré otra sorpresa: la silueta de todos los islotes del exterior, con la única excepción de Roque del Este. Mis anhelos y pensamientos se habían centrado durante mucho tiempo en estos islotes. Graciosa, la más cercana a Lanzarote de las cuatro, parecía una isla llana y arenosa, sobre la que tres volcanes extinguidos se elevaban acentuadamente; más allá estaba Montaña Clara, una única montaña volcánica, que emergía de las olas, con su diminuto satélite, el Roque del Oeste, situado cerca de su extremo norte. Más al norte aún, Alegranza, la más atractiva de todas las islas, situada tan lejos en mar abierto que malamente se podían vislumbrar sus rasgos más destacables, pero ya que visité todas estas pequeñas islas una tras otra, las describiré llegado el momento apropiado.
El precipicio sobre el que
estaba parado carecía de aves,
pero muy al fondo, debajo de mí,
una partida de gaviotas
argénteas estaba tomando el sol
en un saliente desde el cual
planeaban, una a una, para
descansar abajo sobre la agitada
superficie del mar. Un cuervo
graznando cerca, por encima,
mientras regresaba para dormir,
me recordó que el sol se estaba
poniendo y que sería mejor que
volviera rápidamente sobre mis
pasos. La noche del 27 de mayo
fue la más tempestuosa que
pasara nunca en una tienda de
campaña. Poco después de
oscurecerse el día se levantó
viento y en poco tiempo se había
convertido en una tremenda
tempestad, acompañada de un
diluvio; muchas veces, durante
la noche, pensamos que las
tiendas se venían abajo, pero,
para nuestro alivio, las
alargadas estacas de hierro se
mantuvieron en el suelo
|

ultivada,
dejando a la derecha el viejo
castillo de Santa Bárbara
encaramado en la misma sima de
la montaña. Cava dejábamos cada
vez a más altura, los camellos
balanceándose lentamente, hasta
que por fin salimos a una meseta
a 1900 pies sobre el nivel del
mar, que estaba envuelta en un
manto de nobleza neblina
torrencial, que se pegaba húmeda
y fría después del sol saliente
que poco antes nos había
conocido por todos lados. El
cultivo de millo era tan tupido
como en las islas occidentales y
todo era verde y estaba bien
irrigado. Fue sobre esta meseta
que vi, por primera vez, al
triguero.
Una
de las últimas tardes de nuestra
estancia en el valle cogí mi
arma y caminé barranco arriba,
donde había visto alcaravanes,
para observar los halcones
Eleonor, de los que tenía la
seguridad de que se encontraban
en los alrededores; después de
caminar una media hora, de
repente descubrí, para mi
sorpresa que estaba parado al
borde de un precipicio vertical
al mar, a 1400 pies de
profundidad. El panorama más
extenso que había visto nunca
estaba ante mí; encarado al
Suroeste una gran parte de la
isla se extendía bien lejos,
abajo. Se conseguía una vista
impresionante desde esta altitud;
lo llano de esta parte de
Lanzarote se acentuaba por los
frecuentes cráteres intactos que
pincelaban la superficie.
Parecía exactamente un manchón
de arena sobre el que unos
niños habían hecho gran cantidad
de montículos con sus baldes.
Montaña Quemada y la cadena de
volcanes cerca de Yaiza y de Uga
se podían ver con claridad; más
allá estaban las Salinas del
Janubio, si bien el cauce de
lava estaba escondido tras los
volcanes.
rocoso,
así que no se vieron cumplidos
nuestros temores. Fue mala
suerte que hubiésemos planeado
marcharnos a los islotes
exteriores a la mañana siguiente,
ya que las tiendas estaban
empapadas y resultaban difíciles
de enrollar y, aunque la lluvia
había cesado, el sol no había
podido forjar su luz a través de
las oscuras nubes. Tuvimos que
mandar los camellos de carga por
un camino diferente del que
tomamos nosotros, ya que ningún
camello podría descender por la
escarpada vereda de la ladera de
El Risco. Juan acompañaba al
equipaje y nosotros cabalgábamos
lentamente a través del pueblo
de Haría. Ascendimos por la
vereda, al pie del Monte Corona;
nos envolvía una húmeda niebla
copiosa y, por fin, alcanzamos
la cima de El Risco: los altos
acantilados que señalan los
límites de la costa noroeste de
Lanzarote. Desde este punto, en
un día claro, se consigue una
vista incomparable de los
islotes del exterior, pero en
esta ocasión, lográbamos dar un
vistazo a la isla de Graciosa de
vez en cuando a través de la
niebla, sobre la que brillaba el
sol deslumbrante, a más de 1500
pies por debajo. Allí dejamos
nuestros camellos y, acarreando
nuestro ligero equipaje y armas,
comenzamos el descenso por el
paso, una tosca vereda cubierta
de trozos de lava desprendidos.
Todos nos caímos más de una vez
y tuvimos suerte de llegar al
fondo sin graves daños para
nuestras armas o para nosotros
mismos. Una vez que alcanzamos
la playa, que estaba cubierta de
pequeñas conchas finas, nos
encontramos con un pescador de
Graciosa, su mujer y familia,
quienes parecían que nos
acababan de preceder en la
bajada del risco.