Siempre ha habido muertes al haber vida, y eso es algo que no se puede eludir, y que nos va a tocar a todos, y día a día, unos antes y otros después, tenemos que pagar la deuda que tenemos con la Naturaleza, y que contrajimos concretamente el día que nacimos.
Muchas y muy distintas son las formas en que hemos rendido culto a los muertos, y digamos que de lo más antiguo que se sabe, es de que a los muertos los enterraban en una cueva en la mejor manera y con todo respeto, y también se sabe de que a alguna la momificaban, no siendo ésta una norma general, pues parece que sólo se momificaban las personas más destacadas de algún modo, o que tenían el mayor respeto o consideración, y digamos que parece que en la isla de Lanzarote hubo poca proliferación de estos tratamientos de momificación, pero que se sabe que también los hubo, con los ritos que ello llevara consigo.
Pero resulta que posteriormente y antes de que se creara en Haría la primera Ermita a raíz del Concilio de Trento por los años de 1561, había que llevar desde Haría a la Iglesia de Teguise, a los muertos, para ser tratados por los santos óleos, que eran llevados en camello y había que esperar su regreso para su entierro, pero esa época pasó y las formas y tratamientos a los muertos tomaron otros modos diferentes conforme demandaban los tiempos.
Antiguamente los muertos se velaban en sus casas, y eso hasta hace pocos años, hasta cuando los Ayuntamientos empezaron a crear los tanatorios oficiales, aparte de algunos otros tanatorios públicos y particulares, y eso hace solo unos veinte años.
Antiguamente los viejitos y toda la gente, se mantenía en su casa, aunque si le aquejaba una enfermedad importante, procuraban llevarlo al pobre hospital que hubiera, primero el Hospitalito de Dolores en Arrecife, regido por Don José Molina Orosa, a principios del siglo XX y ya en 1950 fue creado el Hospital Insular, pero ni habían médicos ni medicinas como demandaba la sociedad de entonces. Entonces la estancia de los enfermos en las casas, se prolongaba a lo más que se podía.
Cuando los enfermos ya se iban poniendo peor, se solía recurrir a algunos curanderos y algunas hierbas medicinales, y siempre se encontraba algún amañado que pusiera las inyecciones, hasta que el enfermo llegaba a su final y era el momento de ir al carpintero que hacía los cajones para que le tomara las medidas al difunto, y normalmente por la noche aparecía el cajón en la casa del muerto, cuidando que no lo vieran por la calle.
Era entonces el momento de llamar al amañado o amañada de la zona para que amortajaran al muerto, que también ello llevaba su valor y conocimientos.
Había que dar cuenta al sepulturero para el entierro y éste procedía en primer lugar a avisar a la gente y en especial a los familiares, vecinos y más allegados, para que fueran a acompañar al duelo y posteriores honras.
Normalmente si el muerto era hombre, éste ya tenía un terno negro al que se le llamaba la mortaja, y esta era la ropa normal del difunto, que llevaba en vida a todos los eventos más importantes, y terminaba en la mortaja del difunto.
Entonces y desde siempre, al morir la persona en su casa, se le velaba como se dice, y luego se preparaba el entierro a hombros de personas más allegadas, ya que no habían funerarias ni coches para ello y entonces el cortejo fúnebre, se llevaba a hombros por el camino hasta el cementerio, necesitando cuatro personas para llevar el cajón, dos delante y dos detrás, y se procuraba que tuvieran una misma o similar estatura para que el cajón fuera nivelado, y se relevaban para descansar, porque el trayecto para el cementerio era muy largo, y en ocasiones se llegaba a utilizar un camión, cuando era de sitios más distantes, y hasta los de la Graciosa se enterraban en Haría, y descansaba el cortejo a la altura de la Boca de Guinate, donde había un cuartito con una crucita, y por allí se descansaba en las paredes.