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Fuente: Diario de Las Palmas

17-05-1905

 

Viajes y Recuerdos: La Cueva de los Verdes

 

Como a la una de la tarde emprendía­mos la marcha desde Haría hacia el naciente por un camino en general de detestable piso. He dicho emprendimos y es la verdad: conmigo, animando la excursión, salpicando las peripecias con chispeante broma iban tres bondadosos amigos conocedores de la cueva, los cua­les como si obedeciesen a un plan precon­cebido que tuviese por fin confundir mis ideas de suyo predispuestas al pavoroso aspecto del lóbrego subterráneo, se de­dicaron el uno a enaltecer la hermosura del espectáculo que íbamos a presenciar, y los otros a pintar con negros colores las angustias y sobresaltos que debieron experimentar la multitud de insulares, en su mayor parte vecinos de Teguise capital entonces de la isla, refugiados en la cueva huyendo de la más formidable irrupción Berberisca que soportó Lanzarote.

Y efectivamente; en 1618 unos cuan­tos miles de berberiscos y turcos a las órdenes de Tabau Arráez abordaron la isla, asaltaron la fortaleza que defendía a Teguise, quemaron los templos, robaron sus riquezas, incendiaron la población y al resplandor de las llamas que ilumina­ban el cielo huyeron la noche del 2 de Mayo todos los habitantes en dirección a la profunda Caverna de Haría, refugio impenetrable para los berberiscos. La fecha del 2 de Mayo de 1618 con su luctuoso epílogo y sus escenas de desolación, permanece grabada con caracteres indelebles en la mente de los descendientes de aquellos habitantes, muchos de los cuales obligados a reducir a oro los bienes y ob­jetos de su propiedad que se pudieron sal­var del incendio para rescatar a sus deu­dos, quedaron sumidos en la ruina.

Bastante tiempo permanecieron los na­turales de la isla encerrados en la cueva, cuya segunda boca ignorada de los berberiscos y distante más de una legua de la entrada sirvió para introducir las provisiones, pero la traición descorrió el velo del misterio y todos, estrechados por el bloqueo, convertidos en cautivos, forma­ron parte del botín.

Recordábamos mis amigos y yo el asunto que dio celebridad a la Cueva los Verdes, habíamos dejado atrás la Ve­ga de Máguez el camino que cruza el mal­país, poblado de tabaibas y otros ar­bustos característicos de la flora insular. La escabrosidad de la vereda aumentaba a caso paso; ya habíamos cruzado algunas barranqueras; ya nos encontrábamos en plena lava, entre sedimentos volcánicos petrificados; ya presentíamos, casi tocábamos la boca de la caverna que el guía nos señalaba al borde de unos peñascos, por fin íbamos a deslizar nuestros cuerpos por la estrecha abertura para penetrar en el interior grandioso y sorprendente como todas las obras de la naturaleza.

Y así fue: inclinando el cuerpo y redu­ciendo cuanto era posible nuestro volu­men, penetramos por la abertura que precede a una pequeña rampa de constante pendiente inclinada a la derecha, rampa que en un tiempo debió estar expedita pero que hoy se halla interrumpida por los escombros que el tiempo y el tránsito de los pastores han ido acumulando sobre ella. Salvado este primer obstáculo, lle­gado al fondo de la cueva, el viajero en vano entiende absorto la mirada por aquel grandioso orificio donde reinan las tinieblas, que se prolonga cada vez con más gigantescas proporciones formando en su techumbre pequeñas estalactitas y manchas blanquecinas de oxido de magnesio, simulando las nubes que tapizan el firma­mento en una de esas noches de densa obscuridad. Dos kilómetros aproximadamente recorremos alumbrados por los mechones del guía sobre un piso llano y pedregoso bajo aquella bóveda que, ora se ensancha adquiriendo proporciones co­losales, ora se estrecha hasta poder tocar con las manos todos sus contornos, y sin embargo el fin de la caverna no se divisa, nuestras siluetas recortadas en las paredes de la gruta o la vaga claridad de los antorchas, avanzan hacia lo desconocido sin que se alcance el fin, sin que los rayos del sol anuncien el término deseado.

Pero hemos llegado al punto más cul­minante del recorrido, al momento donde la emoción es más intensa. La cueva parece terminar en una boca semicircu­lar tan pequeña que con dificultad da pa­so a nuestros cuerpos: sin embargo, salvada aquélla, ensanchase de nuevo en forma tal que más parece amplísima sala de húmedos calabozos que la obra casual de la naturaleza. En el centro de ese sa­lón se percibe un agujero circular como de cinco metros de diámetro, y ¡asóm­brate lector!, por allí nos dice el guía que hemos de descender por medio de una cuerda; suspendidos sobre una altura de (…)