TRADICIONES / Tradiciones
Fuente: Curandería y cancionero lanzaroteños
SAN JUAN
La víspera, esperanzadora, desde el anochecer, las jovencitas llenaban porcelanas con agua de flores y hacían flotar en ellas papeles doblados con los nombres y apellidos de los chicos de su gusto, en espera que algún papel despertase abierto; nombre y apellidos bien claros para el amor. Al mismo tiempo, los agricultores colocaban sobre planchas de madera doce montoncitos de sal, para que la noche les dijeran qué meses del año se derretirían en lluvias, o en saneada cosecha. Las parejas, cargadas de breñas y de troncos secos acudían cantando a las alturas, y encendían luminosas hogueras sobre las que saltaban, entre gritos y cánticos, los varones, mientras las chicas, cogidas de las manos, bailaban y cantaban alrededor del fuego.
El amanecer parecía distinto. Desde el alba, los familiares cargaban con los enfermos, bien arropados, y los abandonaban bajo algún arbusto. Se recogía el agua del rocío y se les daba a beber. Hasta que despuntara el sol, para que la curación pareciese más luminosa. En ese mismo amanecer, los niños quebrados retenían sus gritos de dolor ante el rito sagrado que podría curarles. El padre del niño enfermo -generalmente de la columna- avisaba a dos Juanes y a dos Marías -eventuales padrinos-. Una de las parejas seleccionaba una caña, ese Juan la abría por la mitad y su María enlazaba el extremo más flácido con una cinta, colocando la caña en medio de los dos. María tomaba en brazos al niño enfermo, y su Juan le inquiría qué deseaba. Ella respondía que su curación, por intercesión de San Juan Bautista y de la Virgen María. La operación se repetía a la inversa. Así, tres veces. Mientras, y en la otra pareja invitada, Juan amasaba barro y su María hilvanaba un cordel, con los que, al finalizar el rito la primera pareja, unían las aristas de la caña, la ataban perfectamente, y volvían a plantarla. Luego, ambas parejas entregaban el niño a sus padres, hasta entonces pasivos, y todos regresaban a sus hogares, mientras rezaban, santiguándose continuamente.
¡En la cruz murió el Señor,
en la cruz te coso yo!
La mano de María
se junta con la mía.
Así te coso yo,
carne quebrada,
abierta o desconectada,
pués eso mismo cosió
y descosió el Señor.
San Ildefonso se cayó
y su carne se abrió,
su cuerpo se quebró
se descosió y se desconectó,
pero la Virgen se lo cosió:
Carne con carne, hueso con
hueso,
nervio con carne, hueso con
nervio,
todo se quedó soldado
y él se quedó curado.
¡Así se lo pido yo
que te cosa como lo cosió,
su mano en la mía
la Virgen María!.
Después de cada oración rezaban
un «Credo». Y si la caña era
capaz de reverdecer al cabo de
los días, la criatura sanaría.
Estaban seguros.
Y al día siguiente, o esa misma noche... Las insolaciones causaban estragos. Todo el día de San Juan a pleno sol, comiendo y bebiendo, los cerebros irradiándose solos con los rayos solares y con miles de calorías innecesarias. Había que acudir, por lo tanto, a Seña Juana o a Seña Jacinta. Seña Juana les colocaría un vaso lleno de agua, vuelto hacia abajo, sobre las cabezas, y mientras se vaciaba lentamente se iba rezando, tres veces, con un «Credo» final en cada ocasión, y con señales de la cruz ininterrumpidas.
Porque Seña Jacinta, con los mismos rezos, prefería oprimir la cabeza enferma con las palmas de las manos, por ambos lados y de delante hacia atrás, y luego iría enrollándose en el dedo índice los pelos del enfermo, tirando de ellos hasta que restañase la piel una y veinte veces, con ese mismo «ni siervo ni sierva/ del Señor serás».