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Los secretos de Agustín, al descubierto

Por Miguel Ángel de León

 

Algunos compañeros de esta casa andaban con­vencidos de que yo estaba en el conocimiento de algún secreto inconfesable del jefe. "Es que de otra manera no se entiende que Agustín te tenga como el niño mimado de la empresa, Miguel Ángel, y que te permita lo que te permite". Lo que me permitía era no más que trabajar sin horario y además desde mi casa, desde Barcelona o desde Nueva York. Porque a veces viajaba incluso al extranjero sin estar de vacaciones. Con entregar el artículo diario antes del cierre ya cumplía con mi trabajo, aunque enviara la columna desde Villaconejos de Abajo.

Ahí me trin­aron los compañeros. En efecto, con respecto a mí había un secreto principal de Agustín que en realidad no era tal: nunca toqué en su puerta; él tocó en la mía dos veces: la primera, hace más de veinte años, cuando llegó a mi casa acompañado de un chinijo llamado Jaime Puig para ofrecerme un contrato laboral "por escribir" (aparte de algún premio literario que había ganado hasta entonces, era la primera vez que me iban a pagar por hacer lo que más me gustaba, después de jugar al fútbol y de lo que no se nombra). La segunda ocasión en la que me ofreció volver a trabajar en su empresa fue justo cuando apenas tenía ya empresa, pues volvía a empezar de cero... y así hasta hoy (es decir, hasta el lunes pasado). ¿Otros secretos? De Agustín conozco mil y uno. "Ahí tienes como para hacer un libro. Pero con lo vago que eres, Miguel, tengo la garantía de que no lo escribirás. Te conozco como si te hubiera parido". Casi todos ellos los conocí de golpe durante una de esas malas etapas por las que pasa todo hijo de vecina, hace ya algunos lustros. Cada vez que subía a San Bartolomé con su Mercedes deportivo "para dar una vuelta" a ninguna parte daba por hecho que se me echaría a llorar por el camino. Hay gente en esta misma empresa de comunicación que probablemente habrá visto llorar a Agustín tantas o más veces que yo, y a lo peor con lagrimas más amargas que aquellas de los primeros años 90 del siglo pasado, allá cuando me gozaba casi todas sus llantinas mientras conducía sin rumbo ni tino por los sitios más recónditos de esta pobre islita rica sin gobierno cono­cido. Pero prefiero quedarme con el recuerdo más jocoso relacionado con Agustín y su flamante deportivo. En aquel tiempo se destapó el escándalo relacionado con la majorera Montaña de Tindaya. Agustín quería ser uno de los primeros en publicar un amplio reportaje al respecto en las páginas del entonces semanario La Voz de Lanzarote, así que nos embarcó (literalmente) al fotógrafo y al que esto firma en calidad de redactor. En el barco, el jefe se pasó toda la travesía presumiendo de bólido ante sus dos trabajadores: jactándose de su llamativa estampa, del encendido, de la potencia, de la velocidad y de lo que no está en los escritos. "Este coche no falla nunca. Tecnología alemana punta, mucha­chos". No más llegamos a Corralejo, los coches aparcados delante del "nuestro" en la bodega del barco van subiendo uno a uno hasta alcanzar el Puerto. El de Agustín estaba a mitad de camino, y justo al llegar a la base de la rampa el cochazo se cala. En vista de que aquello no arrancaba ni a la de tres, el resto de los conductores empiezan a tocar la pita y a lanzar burlones comentarios ("Tanto coche para nada", "Tire el trasto al agua, cristiano"...). Entre dos empleados de la compañía naviera, el fotógrafo y el que esto firma empujamos el cacharro hasta sacarlo del barco. Agustín no sabía para dónde mirar ni de qué familia de alemanes acordarse. Yo no pude aguantar mucho tiempo la carcajada. "¿Y encima te ríes, palanquín? A ver si vas a tener que volver nadan­do a Lanzarote..." Hay más secretos inconfesables con respecto a Agustín Acosta Cruz. Pero sólo me queda espacio para revelar tres más (si ustedes no se lo cuentan a nadie): Trabajo, trabajo y trabajo. El resto es leyenda.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 


AGUSTÍN  ACOSTA  CRUZ