A D. Enrique Dorta , In memorian
Por JUAN BARRETO
BETANCORT.
Dr. En Filología y
profesor titular de Filología
Griega de la Universidad de La
Laguna.
Había elegido aquel símbolo: una palmera caída. Sobre su tronco él, remontando la pendiente de detrás de la casa, después de sortear parras y tuneras, se sentaba a leer el breviario. Mientras rezaba, la vista se le derramaba por el pueblo extendido a sus pies. Contaba sus airosas palmeras una a una y, una a una, repasaba las calles y las casitas blancas que, desde arriba, parecían arremolinarse a la caída de la tarde, como un rebaño de ovejas blancas que se recogían cuando el sol ya trasponía por el riso. Nadie mejor que él sabía lo que esas casas albergaban de penas y esperanzas. Los conocía a todos con nombres y apellidos y nunca supo separar en su oración las preocupaciones de los que él consideraba suyos.
Nos la mandó a todos los que en aquellos días nos considerábamos sus discípulos. Una fotografía en blanco y negro. La palmera yacía en tierra. La había derribado, quién sabe cuándo, un temporal , o, quizá la había traicionado el terreno cediendo y dejando al descubierto sus raíces. La palmera había caído. Pero... ¡eso es lo extraordinario! La palmera había conseguido, poco a poco, erguir su cabeza y, en un alarde de fuerza, de voluntad de ascensión, de resistencia a la derrota, con medio cuerpo yacente, había logrado enderezarse para seguir creciendo hacia arriba.
Estudiaba yo filosofía en el Seminario. Guardé aquella fotografía entre los papeles más queridos y quise guardar en mi mente el mensaje que quería trasmitir. Era el símbolo de la actitud con la que él quería que afrontáramos la vida. Pero era también el símbolo de lo que siempre había sido nuestro pueblo. Pensaba en mis padres cuyas manos se habían convertido con el tiempo en raíces de la tierra; pensaba en todos nuestros "viejos" del pueblo, los que habían construido, piedra a piedra todos los paredones de nuestras huertas; los que habían enarenado, pala a pala, todos nuestros campos. La palmera, que desafío su sino adverso en un alarde de tenacidad, era el cabal símbolo de todos ellos.
El pasado día 13 de septiembre murió D. Enrique Dorta Alfonso, canónico de la Catedral. Había sido en los últimos años, profesor de la Escuela de Magisterio y párroco de S. Telmo. En su primera época ejerció su ministerio como coadjutor de S. Cristóbal y Monte Coello y, por un largo y fecundo período, como coadjutor primero y, párroco después, en este pueblo de Haría donde había nacido el 2 de junio de 1.925.
Me parece un acto de obligado reconocimiento evocar su figura precisamente en estas fiestas de S. Juan. Las fiestas son actos que nos convocan a todos. Y todos, los de cerca y los de lejos, nos sentimos tocados por la llamada de las raíces. Las fiestas nos permiten, año tras año, ir trenzando nuestros recuerdos, son como los nudos en asta de la caña que va marcando en ella el paso del tiempo y el ritmo de nuestras memorias colectivas.
Un pueblo no lo constituye un grupo de gentes que simplemente viven las unas junto a las otras. Un pueblo existe cuando la gente se siente vinculada en un patrimonio común. La herencia compartida de la memoria es lo que hace que un pueblo sea pueblo. A nuestra memoria común pertenece el recuerdo entrañable de D. Enrique.
En una fiesta, de S. Juan, el año 1.962, él hizo sonar por primera vez, después de muchos años de silencio, las campanas del pueblo. Todavía estaba la vieja iglesia en el suelo, víctima de un temporal, la noche del 19 de febrero de 1.955. Con la Iglesia se había venido abajo gran parte de la historia de nuestro pueblo que la había alzado, aportando medio y trabajo, en un esfuerzo colectivo. Aquella tarde de junio, la víspera de S. Juan, cuando la gente ya se disponía a la cena arreando los burros a la cuadra y las cabras a la gañanía se produjo el milagro. Por todo el valle resonaron las campanas llamando a fiesta. Pocos sabían de dónde llegaba aquel repique tantas veces añorado. D. Enrique había hecho colocar en lo alto de la Tegala, en un soporte de madera improvisado, las viejas campanas del ahora solitario campanario. Fue la llamada a una resurrección que conmovió hasta las lágrimas a los vecinos.
El D. Enrique de aquélla época, era hijo de Francisca y de Juan, de los que él siempre se sintió deudor y orgulloso. Era un cura de pueblo, en el más noble sentido del término, al que el amanecer sorprendía en el reclinatorio de la Ermita de San Juan de rodillas en el reclinatorio, en oración silenciosa, inmóvil, a la única luz de la lámpara del sagrario, antes de que los primeros hombres del pueblo se dirigieran, arreando sus burros a las tareas del campo. Aquel D. Enrique de sotana remendada pero limpia. El D. Enrique de una pobreza sin ostentación, aristócrata, hijo de una caridad discreta y exquisita. El D. Enrique paciente consejero y educador de espíritus. El místico, pero, al mismo tiempo, atento a las necesidades (¡también materiales!) de su gente. Fue pionero en juntar la preocupación pastoral con la sensibilidad ante las necesidades sociales de su gente. Aquel D. Enrique que en un novenario de ánimas nos reunió a un grupo de jóvenes para proponernos estudiar, creando el núcleo de lo que luego sería la Academia con sede en su casa primero y, después en unas dependencias municipales, y que, más tarde, se convertiría en el instituto de Enseñanza Media de Haría. Ese D. Enrique que a todos conocía por su nombre, a todos saludaba cordialmente, interesándose por las mil cuestiones cotidianas. Ese D. Enrique improvisado árbitro de fútbol, de sotana empolvada en medio de la chiquillería. Aquel mensajero incansable, a caballo de su Ducati ligera que más de una vez lo dejó en los caminos aún sin asfaltar de Lanzarote. El predicador admirado, de palabra brillante y sincera, amante tanto de los documentos eclesiásticos como de la buena literatura. Un hombre en el que el sentido de la ética y la estética se confundían.
Fui a darle el adiós último a D. Enrique, en nuestra tierra común. Perdido en la multitud que llenaba la Iglesia, vi pasar el cortejo de presbíteros y fieles que llenaban el templo con emoción contenida y un agradecimiento sincero.
No cabe duda de que en ese esfuerzo de no quedarse en el suelo, nuestro pueblo, igual que la palmera, encontró en él uno de sus mejores exponentes. Sin olvidar otros aspectos basta recordar su esfuerzo en el terreno de la educación. En una época dificilísima por no decir heroica. Su dedicación obstinada y gratuita se la habremos de pagar todos, aunque no sea sino con nuestro reconocimiento.
He vuelto a mirar aquella fotografía ya amarillenta por el tiempo. Aquella palmera a la que no pudo vencer el temporal. Hacia arriba.
Hoy yace D. Enrique en Haría como siempre quiso. En la tierra donde hunden sus raíces la palmera, la higuera y la bíblica vid. Volverán a sonar las campanas en esta fiesta.