PREGONES DE HARÍA > Índice
Señor Alcalde… Señoras y señores:
Esta noche, como en otras ocasiones, vengo a cantar---modesto pregonero---limpia ejecutoria moral y material … y un pasado, dignos de la mayor exaltación…
Y esto, para mí, es una gran satisfacción, que me honra y llena de orgullo, pues, no en vano Haría es Villa ilustre e histórica por muchas circunstancias enaltecedoras y memorables….
HARÍA: ALMA ADENTRO.
Haría es un pueblo pequeño, tranquilo y lleno de sugestiones para cualquier espíritu reconcentrado. Su naturaleza es una retenida exaltación de lo clásico, materia poética en las perspectivas luminosas del Valle, dulcemente inflamada en verde, tan diferente de lo habitual, tan de otro tiempo, añorando ausencias, como un sueño bíblico en intemperie milenaria. Ahí subyace el mismísimo “ser” de Haría --naturaleza y espíritu-- en comunión fervorosa con las pequeñas, y donde el pasado insinúa su fuerza intrahistórica y su alegría más vital, mientras el alma del pueblo enciende su lámpara de amor para intimar, poco a poco, con los hombres de buena fe y aun sentir con éstos el latido insular con serenidad y conciencia. Haría está hecha a ver pasar gentes y horas, sin impresionarse por el turismo al desnudo, sin que le inciten los tóxicos foráneos, decadentes, o como se les quiera llamar, supuesto que Haría sabe vivir lo suyo propio y se esfuerza en la convivencia humana. Es lo que tanto me gusta de Haría: su tenacidad en defender su postura radicalmente firme en sus ideales de sensibilidades e independencia, su aspiración a conservarse inconmovible --nunca inamovible--, eliminando ajenas influencias a su contextura solariega y moral. Demasiadas cosas, quizás, para dichas al hilo de un pregón volandero. Pero si tuviera que elegir la que para mí es más significativa -- y la más prometedora para todos -- escogería el modo de sentir y hacer su propia existencia, que, por ser más natural, será siempre más cierta.
Naturaleza quiere decir raíz, cañamazo de innúmeros pliegues recamados por los siglos, valores y urdimbres ancestrales que encontramos escondidos y a la mano. Su secreto es tan claro como esa raya del cielo que siempre alumbra el amplio intercolumnio del palmeral. Esa luz herida y derramada que se vierte y parece amasada en desleídos azules y malvas.
Aquí, en Haría, está, sobre todo, el tiempo. El Valle todo se dilata de antigüedad, hasta el punto de que miramos el caserío ensimismado y más que espacio vemos tiempo. Tiempo que llega de todos los confines en oleaje casi místico, lejanías y leyendas ensalmadas, que nos constriñe, que nos aprieta e invade totalmente.
Así es cómo Haría ha entrado dentro de mí, enriqueciéndome, y bien puedo decir “mi Haría”, aunque no sea hijo de este pueblo asentado en el mágico silencio del Valle.
El palmeral de Haría es de una belleza incomparable, único entre los parajes más pintorescos e insólitos de las Islas Canarias. Pura erección y ligereza clásica — columna, verde reposo — que florece casi de la nada, donde la sensación del esfuerzo se anula para quedarse en tenue y traslúcida visión de lo que nació en gracia y misteriosamente. ¡Qué esa — no otra — es la presentación sazonada de tan hermosos ejemplares de la botánica isleña!. Más tarde, siglos XVI y XVII, los moriscos campones fomentaron y perfeccionaron su cultivo. Eran expertos en “machear” a la palmera hembra, cuando ésta abría también su panocha, con el polen de la palmera macho, lo cual realizaban artificialmente, cortando la rama del polvillo fecundante del macho y mezclándola con el “baleo” de la hembra. Una operación que se realiza espontáneamente, sí, porque la madre naturaleza sabe llevar el polen de las flores en el aire, claro está, pero a la que el labrador debe ayudar si quiere obtener de todas, absolutamente de todas sus datileras hembras, excelente y abundante cosecha.
Morath Arráez, Capitán General por el Gran Turco Sultán Amurathes, en el Reino de Argel, acopió grandes cantidades del sabroso fruto del Valle de Haría, que luego incendió (1586), y hasta nuestros días se utilizaron sus palmas y palmitos para fines domésticos y artesanales. En tiempos de calamidad extrema—sequías e inmisericordes saqueos—se comía el “ságamo”—el corazón de la palma—y también la fina miel de los palmerines como socorrido conducho del áspero gofio de “cosco”.
¿Un elogio más?...Uno más, sí…El Valle de las Palmeras es nuestro, nuestro Valle ameno por antonomasia, que tiene el privilegio de ser de todos y de cada cual porque quienes lo miran sienten la necesidad de amarlo y entenderlo como un valor estético. La más cerrada sensibilidad se abre espontáneamente al contemplarlo. El Valle de las Palmeras tiene, además, un valor simbólico, no ya sólo en su integridad lírica, sino también en algunos de sus elementos peculiares, pues la palmera, siempre altiva y solitaria, parece una princesa doncella del reino vegetal que no quiere rey ni alcázares…Sólo quiere sentir la energía de la tierra o recoger, como victoria de amor, el vuelo cansado de las palomas.
No puedo alabar del mismo modo, y bien que lo siento, cuanto ocurre con la tala incontrolada o el arranque y trasplante de las palmeras del Valle, y, sobre todo, porque en su mayoría van a morir definitivamente en relamidos y extrañados emplazamientos. La gente de bien se ha preguntado qué cantidad de palmera se lleva “recogida” y qué beneficios ha dejado semejante incuria…Nada puedo afirmar sobre esto último, pero, en cambio, declaro que el Valle de Haría ha perdido más de 200 palmeras desde los años cincuenta a la fecha, y aquí la palmera tiene algo más que decir: “alguien se llevó a comienzos de 1977 un haz de 60 ejemplares, y, junto a la ermita de San Juan, se arrancó otra de gran altura porque un posteador-electricista, oh, cotidiana sapiencia, lo había decidido de modo inapelable. Por entonces, la voz antigua del Valle no fue precisamente el rumoroso sonido de las ramas mecidas por el viento: su voz era acre y tonante como una advertencia bíblica, ¡Cuando en el Valle cae una palmera, tiembla la tierra!.
El pueblo de Haría debe saber que el Valle de las Palmeras constituye, en sí mismo, una demostración del sentido de la continuidad tan necesaria para las grandes empresas humanas, y, sobre todo, para los grandes empeños de la patria pequeña, pues cada hombre del Valle sabe por experiencia que sus palmeras tienen un lento crecer, que no son para él mismo, sino para quienes les suceden.
El Valle de Haría no es sólo belleza para el presente, sino para el futuro.
Haría es tierra de refugios. Haría es una auténtica colección de rastros, pero los suyos son rastros que, habitualmente, quedan inadvertidos a fuerza de tenerlos delante de los ojos: grutas de Máguez, todavía en absoluta penumbra como sepulcro del tiempo; altos de Famara, que exigieron el caballo o el camello; “queseras” y cuevas de Haría, templos primitivos de una humanidad incipiente y asombrada; más tarde, sitios de historia heroica, no título de vencimiento, sino a título de igualdad tratada…
Haría, que está en el centro del Valle de las Palmeras circundada de escalonados bancales, huertas apretadas y pardos labrantíos, se ensancha y choca en la lontananza azul de sus montañas. Abundan en éstas, sabrá Dios por qué, los topónimos castrenses: “Castillos”, Castillejos”, “Castros”, etc., y algunos arqueólogos dijeron ver en las inmediaciones unas viejísimas fortalezas aborígenes. Improntas del pasado que pueden parecer absurdas --quede para luego su razón de estar allí--, pero que fueron refugios especialmente buscados por los Señores de la isla, enclaves seguros donde poder escapar, a pesar de todo, del cautiverio y depredación piráticos. Una gesta digna del Romancero fue la protagonizada por don Rodrigo Peraza, coronel de Milicias, residente en Haría.
Haría sigue siendo, pues, un libro abierto al misterio de su pasado más remoto, y, modernamente, un vigoroso ejemplo de sus vivencias más recientes.
Sé que algunos vaticinan que ya no vale la cultura espiritual del pueblo, que éste anda aprisionado, enredado, casi sin salida, en los avances técnicos de nuestro actual devenir, pero si queremos llegar a saber cómo fuimos, somos y seremos, antropológicamente hablando, tendremos que conocer y contar toda nuestra historia pequeña, que, como la gran Historia, opera por ciclos y deja en nosotros su huella indeleble a través de los siglos.
La Iglesia de Haría (1619), destruida por el vendaval de 1956, tiene el alto honor de haber acertado a conservar sus documentos históricos, que son gloria y testimonio del pueblo de Haría. En cambio, sucesos como el incendio de La Cilla, cuyos legajos sobre tazmías de granos, precios y diezmos se perdieron, únicamente expresaron por entonces la necesidad de evitar su repetición, advertencia frustrada a comienzos de siglo por la quema, en parte, del Archivo municipal. Ahora parece que Haría está alerta a cualquier reverberación cultural. Por esto, y a pesar de haber sido acusada de retrógrada, Haría quiere recuperar y conservar su Patrimonio Artístico-Cultural, tan indispensable y acusado, porque su carácter nobilísimo concuerda en armonía con el medio natural en torno: reciedumbre espiritual, austeridad heroica, catolicismo moral.
A la vista de estos hechos no resulta difícil afirmar que ningún otro pueblo de Lanzarote ha tenido una historia tan señera y tan rica. Sólo Teguise, donde se forjaría el Marquesado soberano, aventaja en andanzas y milagros medievales al pueblo de Haría. Tuvo ermita junto al Tenesía, vinculada al culto de Nuestra Señora de Gracia, luego “La Encarnación”, propagada entonces por los Agustinos: “es una hermita muy pequeña, la mitad de buena cantería y otra mitad de piedra y lodo, y tiene un señor San Juan de bulto labrado toscamente…”. Morato Arráez la incendió en 1586 y Jabán Arráez y Solimán (1618), después de cargar contra el pueblo indefenso, dejándolo vacío, casi muerto, destruyó la reconstruida ermita hasta los cimientos. La verdad es que por entonces no había un culto exclusivo de San Juan, ni siquiera estaba reglada su festividad, pero también es cierto que por esas fechas “se le tenía gran devoción entre las gentes del lugar”, según testifica Juan Saavedra, labrador y pescador.
En las inmediaciones de la vieja ermita de San Juan, ya arruinada totalmente, se levantó una iglesia “pequeña y aseada” para el culto de “La Encarnación” : una ayuda de Parroquia, pero cuyo Beneficiado iba a percibir “todo el diezmo de quesos y de pan que reditúa su territorio, siendo de notar—dice Viera—que, pagándose en Lanzarote diezmo de sal, aunque la fábrica de la parroquia de Teguise tiene parte, no la tienen los beneficiados, sino el cura de Haría por estar en su jurisdicción (¡La Encarnación de Haría!) de ahí una escultura cuya mano maestra se adivina sin esfuerzo. Luján Pérez supo eternizar el fugaz presente, fijando con su buril el devenir evanescente.
Luego, en la primera mitad del siglo XVII, una nueva ermita dedicada a San Juan reemplazaría a la primitiva, siendo sus donantes principales los Ramírez, Britos y Pinedas, y desde entonces su Festividad arrastra a multitudes.
Hoy, después de transcurridas cuatro centurias desde la fecha auroral de su erección, amplio período de tiempo en que actuaron los vecinos primero y los párrocos después, se mantiene vivo entre sus muros el resplandor de su fulgor religioso, y queda en el Valle o en la Montaña el desafío viril de las noches de San Juan, en las que misteriosamente suelen aparecer allá, entre las estrellas, raras señales en rúbrica de humos o en briznas doradas y hogueras llameante. Símbolo de purificación es “pasar el fuego”, pero también jolgorio de piñas asadas, bien mojadas de vino. Todo cuanto ha sido vuelve a la vida, como en Tabayesco, sencillamente, porque se estima que nunca ha muerto. Cierto, las noches de San Juan son reflejo de vida eterna, noche mágica, en la cual hay míticos ritos que tienen su origen en las remotas costumbres practicadas por los pueblos primitivos. Noche de ensueño, de amores y fantasías, la más corta del año, noche de embrujo, de “agueros” y “encantos”…
San
Juan
bendito,
por
ser tu
día,
dame
la
suerte
mía.
Augurios sanjuaneros, ceremonias alegóricas que tienen lugar al sonar la primara campanada de las doce de San Juan, noche de extrañas leyendas, misteriosas y fantásticas.
Brinco
por
riba
del
fuego
de San
Juan
para
que no
me coja
ni el
Judas
ni el
Satán.
Una estimación extrañada que el pueblo de Haría tiene hoy como algo definitivamente concluso. La diferencia es sutil, pero importante, pues nos da la exacta magnitud de cómo la historia del desamor de Judas no se limita a pasar, sino que su funesta andadura dejó su tradición permanente, y es por eso por lo que Haría quema a su pobrecito “Facundo”, como condenado a las llamas del infierno, que es el lugar donde, precisamente, no existe el amor.
¿Qué tiene Haría que tan sugestivamente ha inspirado a los poetas?. Su gracia edénica. Su ternura humana. Tal vez su romántica indolencia. Sobre todo, su voluntad y solera tradicionales. Su sentir hidalgo. El hombre de Haría ni se humilla ni pordiosea, ni desconoce la gratitud. No es servil, y todos se sienten iguales, tanto si “tienen” como si no. Su integridad abrillanta sus cualidades y reciedumbre racial.
Al hombre de Haría hay que verlo sobre la tierra, haciendo toda su genial teoría agrícola, entre cerros y cenizas, para que labrantías y bancales se hagan posibles y lleguen susurrando hasta el camino, o desciendan desde Temisa hasta el mar. Una labor titánica, férrea, en la que vive y palpita el viejo Romancero.