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Iltmo. Sr. Alcalde, dignísimas autoridades, estimados vecinos del Municipio de Haría.
“Personalmente, yo me busco en el pasado: es el niño que hay en mí quien con frecuencia, determina el curso de mis actos” .-dice Elie Wielsen, premio Nobel de la Paz en 1986, en su libro Memoria a dos voces.
Quiero agradecer, amables vecinos de Haría, en este día solemne, preliminar de nuestras fiestas patronales, la oportunidad que me ofrecen de recordar plácidamente transitando por los viejos escenarios donde transcurrieron días alegres de mi infancia. Permítame, pues, por unos instantes al menos, abusar de su confianza y de su tiempo. No dejo de reconocer que me han invitado para ser pregonero, es decir, el que anuncia de viva voz una noticia que interesa a todo el vecindario, en este caso, el inicio de las fiestas de San Juan Bautista. Atiendan, no obstante, con paciencia y benevolencia, un breve recuento de mis recuerdos e impresiones. Es mi deseo desgranar algunos hechos que me llevan a contar mi profunda relación con este querido pueblo y mi particular experiencia de sus fiestas.
En el otoño de 1954 llegué a Haría, lugar de nacimiento de mi madre, Andrea Concepción Hernández. Aquí estaban mis orígenes. Vivían aún mis bisabuelos maternos, Don Evaristo Hernández Cruz y Doña Andrea Núñez Villalba. Recuerdo que el conocer a mis bisabuelos me causó una impresión extraordinaria, era como una comprobación de la solidez de mi existencia. El conocimiento de esta raíz familiar se me antojaba como garante de una sólida pervivencia, de larga esperanza de vida. El trato con mis bisabuelos está lleno de recuerdos entrañables. Su cariño manifiesto creó en mi un sentimiento de respeto, solidaridad y veneración. Al poco tiempo de llegar a Haría recuerdo mi estado de perplejidad al solicitar mi bisabuelo que cumpliera mis respetos hacia su persona rindiéndole saludo y solicitándole su bendición besándole la mano.
Dice Stendhal, que la memoria es a veces más peligrosa que el olvido porque recubre de planta luminosa los acontecimientos lejanos, como en un proceso de cristalización. No obstante, queda en mis recuerdos, diáfano, el reconocimiento y respeto que los vecinos tenían de sus mayores. La experiencia vivida creaba un pozo de sabiduría que se hacía colectiva y anulaba errores pasados, tornándose en un sentimiento de solidaridad y veneración que se traducía en norma de conducta para los más pequeños. El poco respeto para con los mayores, en general, denotaba, o no, la buena o mala crianza.
Y era manifiesto el enorme cariño de los ancianos de la familia y del vecindario; afecto, que confirma a las personas en su reconocimiento e integración social, en su aceptación en el grupo y en el afianzamiento de la propia autonomía; que nos hace ser afables, seguros, solidarios y no desconfiados y agresivos.
Dice Victoria Camps en su libro “Virtudes Públicas, que las buenas maneras son fundamentales si educar significa indicar las señales de la excelencia de la persona, si educar es enseñar a convivir, a vivir bien con los demás.
La casa de mis bisabuelos en la calle de la Tegala, es, para mí, un referente continuo de contraste ante los grandes cambios producidos en este país. Y de aquella casa, de numerosas dependencias, recuerdo la cocina, donde la tía-abuela Margara hacía el queso y los sabrosos pucheros. Era una habitación sin puerta, abierta a un amplio patio. Las paredes y el techo estaban negros del humo por no disponer de campana extractora sobre el hogar. Tenía el horno de hacer el pan abierto en la pared del poniente, los teniques del hogar sobre un poyo sin color por las cenizas, y hatos de sarmientos por el suelo, junto a parvas de carozos de millo y granzones de garbanzos, para prender la lumbre del hogar y caldear el horno. Sobre los teniques un caldero negro del hollín, respetado por afables estropajos de esparto. El patio, siempre bien barrido, estaba presidido por el aljibe, que tenía a su alrededor un muro mediano rematado a modo de jardinera, donde crecían la hierbabuena, el perejil y la manzanilla, entremezcladas con perfumados nardos, claveles y rosales, a la sombra de hibiscos y buganvillas. Sobre el brocal del aljibe, el balde de zinc. Y frente al brocal, incrustada en la pared descarnada, la destiladera con la pila de arenisca cubierta de culantrillo y la talla tapada con su plato perforado y la jarra de latón. Cultura de agua que obligaba a vigilar las alcogidas, los desagües, la limpieza de techos y canales.
Y tras este referente, común para tantos hogares, surge, fantasmagóricamente en el recuerdo, toda una procesión de reliquias que van describiendo el lento progreso de nuestra reciente historia, aquella que aún sufrieron nuestros padres, y para la que el progreso científico fue redimiendo del sufrimiento y de la escasez.
Era singular que en Haría no anduviésemos, en general, descalzos, si bien no todos podían calzar alpargatas. Así recuerdo como muchos campesinos calzaban groseras “soletas” hechas de cubiertas de automóviles. La goma de las alpalgatas no se desechaba una vez rota la lona, tenía múltiples aplicaciones: Podía utilizarse de bisagras para la puerta de un gallinero; como ruedas para un carro de juguetes; de amortiguador del quicio de una puerta para evitar el chirriar o emplearlas como pinzas para coger tunos.
Haría y Arrecife eran los únicos municipios de la isla que disponían de luz eléctrica, mas no todos los vecinos disfrutaban de ella. Por lo demás, la luz era de bajo voltaje y la molina rengueaba con más frecuencia de lo normal, y eran más las veces en las que había que encender las velas para no quedar a oscuras. En muchas casas los quinqués iban reemplazando los candiles de aceite y las velas de parafina, ahuyentando, cada vez más, las sombras, en la medida que el país se abría al mercado exterior y disponía de medios para comprar combustible. Espectaculares resultaban los caros y aparentes “petromax”, que alumbraban la sala de baile el “Canuto” de la Sociedad de Cultura y Recreo, apabullando a la mortecina luz eléctrica producida por la moderna molina de gofio de Don Gabino Hernández, en días de saraos con bailes amenizados por la orquesta del pueblo, o de representaciones teatrales y cantos de fragmentos de zarzuelas organizados y dirigidos por Doña Encarnación.
Había casas que disponían de fogones de hierro colado alimentados con carbón, ocupando lugar preferente en la cocina, y fregaderos de mampostería con grifos para el agua corriente impulsada desde el aljibe por bomba hidráulica. Los fogones, pronto, fueron sustituidos por la popular cocinilla de pitorro, reemplazada, a su vez, por la denominada de “mecha”, por lo complicado de tener siempre a punto sin carbonilla el consabido pitorro. Otro artilugio, entre tantos, era el hierro de planchar, más seguro y económico que la plancha de carbón, con la que había que tener gran esmero para no perder la pieza planchada con el volar de las briznas del carbón.
Siempre sentí una sana envidia de aquellas pocas personas que disponían en sus viviendas de tina y de retrete con agua corriente. La generalidad se fregoteaba en una palangana o barreño. Había retretes muy señoriales que tenían como taza un armatoste de madera a modo de sillón con apoyabrazos y otros menos solemnes en forma de asiento de mampostería con un hueco abierto al estercolero donde fundar las posaderas.
Y de seguir así nos perderíamos en el relato de la escasez y la penuria, desconocido para esta sociedad de la abundancia.
En el otoño, por San Martín, las familias proveían bien la despensa, y el cochino era un animal generoso que garantizaba comida variada para el invierno en chorizos, morcillas, manteca, tocino, chicharros y carne en salazón. La casa de mis bisabuelos, el día de la matanza, se transformaba, se pasaba de la sosegada paz, donde las tías-abuelas, tías y primas, afanadas en trabajos de pleitas de palmas para esteras, ceretas, y sombreras o en rosetas para mantelería, mascullaban historias o habladurías, o comentaban a media voz en el gabinete la última carta recibida, matasellada en la Habana, a la algarabía y bullicio, armado por las carreras en tropel de primos de todas las edades tras la vejiga inflada del chancho sacrificado.
La casa se convertía en una explosión festiva, era el día del encuentro de todo el clan en torno a una abundante comida. Recuerdo el ajetreo de las tías abuelas haciendo los preparativos. Se traían grandes esteras sobre las que se colocaban, luego, largos manteles de paño. Los platos podían variar entre el puchero, el caldo de millo y el rancho, acompañados todos con morcilla frita. A los postres se servían mantecados, y para los mayores se acompañaban con mistelas. Mientras esperaban la comida, los tíos-abuelos, tíos y primos mayores formaban alegres corrillos en torno de brasas donde se preparaban asaduras que eran engullidas con sorbos de vinos añejos y aguapatas.
Venía yo de la linde del mar, de una infancia de juegos en las orillas del Charco de San Ginés, buscando anguilas y miñocas en el fango gris para pescar lisotes desde los puentes. En el recuerdo quedan mis paseos por las callejas de la Puntilla recreándome en los barcos varados en la orilla y mis escapadas al Puerto de Naos, pequeñito, en la caleta del Carinero, lleno de velas, sal y sonidos agudos de yunques y secos de martillos de carpinteros de ribera y de calafates. Y recuerdo el primer día que llegué a Haría, venía de mudanza, toda la familia se trasladaba a vivir definitivamente a este lugar. La sensación que experimenté era de lo más gratificante. La curiosidad por conocer otro tipo de paisaje quedaba satisfecha. Sentí por primera vez la agradable presencia e importancia del árbol, su imagen en el paisaje, la solemnidad de las palmeras en formación a lo largo de la carretera, la vistosidad de las araucarias y buganvillas adornando patios, tapias y jardines, y la apacible hermosura de la plaza con sus frondosos laureles de Indias y olorosos eucaliptos.
Y fue impresionante avistar el palmeral desde la entrada en San Juan. La vista del lugar es cautivadora y pocos son los que no se rinden a su hermosura.
Manuel Padorno, entre otros, cuenta sus impresiones de la siguiente manera en “Apuntes para San Ginés”: “Recuerdo el primer día que fuimos a Haría. Según se llegaba a Haría, viniendo desde Arrecife, se remontaba una pequeña colina y surgía de pronto, el Valle abajo. Es una gran sorpresa. Paramos el coche y echamos pie a tierra. Es como un asombroso valle de Palestina, recoleto y espléndido. Las palmeras parece que han sido arrojadas, al azar. Es un valle y su ciudad crecidos como en el cuenco de unas manos bíblicas”.
Para Agustín de la Hoz, Haría es “palmeral en medio de magníficas montañas, en cuyas laderas se ve la geométrica labranza del hombre, y constituye el gran oasis de las Islas Canarias”.
Y Haría es igual a palmera. La palmera con viento de Lanzarote de Agustín Espinosa que no envidia los molinos ni los girasoles, ni las ruletas ni a los tiovivos, porque es la primera entre todas las cosas que han aprendido el arte de la voltereta alrededor de un punto absoluto. La palmera celosamente defendida por Don Pascual Madoz en su Diccionario Geográfico-Estadístico-Histórico de España. Las mismas palmeras que a finales del Quinientos contemplara Leonardo Torriani mientras elevaba informe en su plano general del lugar de Haría para su majestad el rey Felipe II. Las mismas palmeras que los vecinos de todos los tiempos han llegado en lo más profundo de sus memorias y que les hace volver.
Entrañable fue también la escuela en aquel inacabado y destartalado edificio de la calle Ferrer. Aquella escuela de la Ley de Claudio Moyano de 1857, la del “Florido pensil” de Andrés Sopeña Monsalve, la de “La Enciclopedia”, intuitiva, sintética, práctica de Álvarez y la del queso de bola y la leche en polvo de la ayuda norteamericana a los desnutridos niños de los cincuenta de este país, desayunados con sueros de leche y agua de pasote con gofio, se transformó en un mundo extraordinario de creatividad y de autoestima, gracias a la gran labor de dos maestros, para mí, singulares.
Entrar en aquella escuela, sin ventanas, donde apenas había luz, lúgubre más que oscura por la falta del enlucido de sus paredes, con los pisos desconchados y los techos llenos de goteras, frías hasta tiritar en invierno y con unos baños en los que se podían coger todo tipo de infección, era ya un gran mérito para el infortunado colegial. El material escolar se reducía a unos andrajosos y descoloridos mapas, el ábaco, un juego de figuras geométricas, un compás, una regla, el cartabón, una pizarra, blanca casi del uso, y un reducido número de libros de lecturas. De entre ellos recuerdo la obra de Don Miguel de Cervantes, “Don Quijote de La Mancha,” que sobresalía por su mayor dimensión y por sus ilusiones. Sobre la mesa del maestro destacaba, contundente, la regla. Y con sangre entraron las tablas de multiplicar, quebrados, conjugaciones de verbos y batallas. El maestro apenas usaba la regla, lidiaba mejor con una vara de membrillero. Con Don Domingo Barreto, con quien estuve un curso, aprendí pronto a leer, y a escribir con pizarrín, creándome una gran afición por la lectura. Luego lo volví a tener como profesor de matemáticas en la Academia, germen del actual Instituto de Enseñanza Secundaria, extraordinaria empresa alentada por todos los vecinos de este municipio en torno a la singular figura de Don Enrique Dorta Alfonso. Don Domingo nos repetía como una matraquilla, a aquellas edades, que la educación era un instrumento fundamental para barrer las desigualdades. Y recuerdo asentir sin entender y considerar, que pese a ello, debía retener en mi memoria tal principio como conocimiento relevante para progresar en mi aprendizaje. Don César García fue mi maestro de segundo grado. De sus clases recuerdo como nos estimulaba con actividades prácticas. Para aplicarnos en la observación e incitar la atención nos sacaba con cierta frecuencia fuera del aula para estudiar la estructura de las plantas, las formas de relieve o la orientación. De estos años recuerdo los constantes accidentes con los tinteros y como pluma y pizarrín iban perdiendo terreno frente a los bolígrafos, que denominábamos folígrafo por lo novedoso del invento y de la palabreja.
La Biblioteca Pública la recuerdo con entusiasmo. Allí Don Ramón, siempre solícito a nuestras peticiones, nos vigilaba la lectura en las calurosas tardes de verano. Y en la paz de aquella pequeña sala devorábamos con fruición toda clase de tebeos e historias ilustradas. Allí surgió el apasionante interés por la lectura. Los que me acompañaban en esta afición hoy son catedráticos de Universidad, médicos, maestros de primaria, catedráticos de secundarias, magistrados, abogados, empresarios, etc. Excelente pasión, magnífica Biblioteca Pública pese a su reducido espacio y escasos volúmenes.
Llegando el verano, dejaba la escuela, los días se hacían largos y esto se presentaba a que la imaginación se disparara en ese afán innato por aprender. La curiosidad nos iba guiando por todo el pueblo a la búsqueda de nuevos aprendizajes, y así parábamos en casa del latonero donde podíamos admirar la gran variedad de formas en las que se iba transformando la hojalata y el latón. De las paredes de la latonería colgaba un sin fin de artefactos útiles: latas de gofio con sus palitas, regaderas, la jarra para sacar el agua de la talla, medidores de múltiples volúmenes, lecheras, tofios, etc.; . Visita obligada era al herrero, quien nos dejaba avivar el fuego de la fragua presionando un enorme fuelle de aire. Era sorprendente ver trabajar el hierro en el yunque y quedábamos maravillados al comprador como la mano segura del herrero iba plasmando la idea. Llamaba la atención el oficio de cestero. Había que ir al Islote, donde un artesano trabajaba muy bien los pírganos. De sus manos salían las mejores y más fuertes cestas, las ceretas para llevar las uvas a las raposas en la vendimia, y los cestos para la compra o para recoger las papas. Esa misma curiosidad nos llevaba a andar entre las artesas donde se amasaba el pan alongando las narices hasta el mismo horno de las panaderías o a merodear los talleres de reparación de automóviles y camiones. Divertido resultaba participar en una trilla, dando vueltas hasta marear tras las recuas jaleando a burros y camellos. Las mujeres hacían trabajos de palma, calados y rosetas al fresco de los zaguanes o sentadas en los chaplones con la fresca. Una tarde de verano acompaño a mi madre a visitar a Santa Lucía, que estaba en la ermita de San Juan. Era la primera vez que yo acudía a la ermita del Santo Patrón. La vieja ermita me impresionó. Había poca luz y el interior en penumbras me resultó un tanto lúgubre. Recuerdo experimentar miedo. Luego, una vez encendidas las velas del velatorio que separaba el altar del resto de la única nave de la ermita, ahuyentadas las penumbras, las imágenes del altar aparecían definidas en las hornacinas sobre sus peanas, perdiendo el hábito fantasmagórico producido por la poca luz. San Juan manifestaba un semblante, si bien firme, no distante. En mi cabeza de niño de nueve años cavilaba la idea de que a aquel señor, patrón de lazarillos, había que tratarle de distinta manera que al resto de los otros santos de la vieja iglesia de la Encarnación. Y, desde ese día, empecé a entender el dicho tan popular que como respuesta se da a cualquier requerimiento apremiante e inoportuno:- “Cuando San Juan baje el dedo”-. Después de aquella primera visita y tras constatar que aquel dedo firme se mantendría eternamente erguido, entendí que tras aquella respuesta no había más que esperar y estaba de más insistir.
La tarde del 22 de febrero de 1956 estábamos en catequesis en la iglesia de la Encarnación todos los chinijos del pueblo, preparándonos para la primera comunión. Era un día endiablado de agua y viento. Fuera arreciaba cada vez más fuerte el temporal. Un trozo de yeso del cielo raso que ocultaba el entramado del techo cayó dando levemente a uno de los chicos. Salimos a la calle y corríamos atemorizados. Por la noche parte de la cubierta de la nave central, el vendaval la derrumbó. Fue el año que pasó el rabo del huracán. A partir de esa fecha, San Juan, empezó a ser tenido en mayor consideración por mí. Las visitas iban a ser más asiduas. La ermita de San Juan pasó a ser iglesia parroquial, cobrando con ello mayor realce su festividad.
Se puede decir que en torno al solsticio de verano, la Humanidad entera, desde épocas muy remotas ha venido desarrollando un importante conjunto de prácticas rituales al considerarse dicha jornada y particularmente la noche del 23 de junio como “mágica”. Y mágica era para toda la chiquillada, en aquel barrio de La Cruz, donde vivía, ver crepitar el fuego, y adivinar en sus lenguas espíritus huidizos. Esa noche el fuego era el protagonista. Luego se danzaba y saltaba las candentes brasas en desafío purificador. Agotados por los saltos y el calor del fuego, agrandando la noche, quedaba, al fin, el asado de piñas y papas como reposición de fuerzas por la agitación nerviosa de la fiesta. Los jóvenes y mayores apuraban las últimas reservas del vino añejo, con rasgueos de timples, guitarras y bandurrias hasta el amanecer, dando la mañanita, que los pequeños oímos ya metidos en las camas.
La mañana de San Juan, las muchachas, antes de probarse los zapatos y el traje nuevo para el paseo y el baile, se lavaban las caras al alba con agua serenada con pétalos de rosas para parecer más hermosas.
Las Crónicas de Escudero nos hablan de cómo también los indígenas canarios tuvieron en consideración este día: “Y dicen que llamaban a los Majos, que eran los espíritus de sus antepasados, que andaban por los mares y venían allí a darles aviso cuando los llamaban, y estos y todos los isleños llamaban encantados, y dicen que los veían en forma de nubecitas a las orillas del mar, los días mayores del año, cuando hacían grandes fiestas, aunque fuesen entre amigos, y los veían a la madrugada el día del mayor apartamiento del Sol en el signo de Cáncer, que a nosotros corresponde el día de San Juan Bautista.
De ahí, quizá, la costumbre en estos días de bajar a la orilla del mar y prender en la noche de San Juan grandes hogueras, animadas con gran jolgorio y “chispeantes fogaleras” provocadas por abundantes tragos de alcohol.
Así, pues, en esta noche de brujas, donde las haya, se llenan los campos y las orillas del mar de hogueras en celebración de hechos que giran en torno a la misma infinidad de supersticiones y creencias. Se quema lo viejo; se invoca lo nuevo. Es la noche de la renovación. Así que, junto con el “facundo”, que remata la hoguera, despojémonos de todo lo viejo, y abrámonos a la esperanza de lo nuevo.
Querido San Juan Bautista, queridos vecinos de Haría, que comiencen las fiestas. Muchas gracias.