PREGONES DE HARÍA  >  Índice

 

 

Excelentísimo Sr. Alcalde, Corporación municipal, paisanos y a todos los presentes, muy buenas noches.

 

Es para mí un motivo de orgullo ser la pregonera de estas fiestas tan entrañables ya que soy una enamorada y apasionada del lugar donde nací. Por ello, doy las gracias al Sr. Alcalde por pensar en mí, habiendo personas mucho más merecedoras de esta distinción.

 

Según el árbol genealógico documentado de los Socas, elaborado por Don Sergio Oliva, todos los Socas de este pueblo descendemos de un militar que en compañía de su hermano sacerdote llegaron procedentes del Norte de Tenerife a finales del S. XVII. Los dos hermanos se llamaban Antonio, para diferenciarlos, el militar se apellidó Fernández de Socas. El párroco, fraile dominico, estuvo desde 1671 a 1678, encontró la Iglesia en ruinas y la reconstruyó. El militar llegó siendo capitán y casó en 1673 con Juana de Santiago Bethencourt Cabrera. Así que llevamos más de tres siglos en este oasis - palmeral idílico.

 

Este primer Socas, según consta en el margen de su partida de nacimiento, llegó a ser la máxima autoridad de la isla. Yo pertenezco a la décima generación. En la cuarta se perdió el Fernández.

 

Mi madre, Aurora María Martín Armas, aunque nacida en San Bartolomé, también tiene sus raíces aquí, ya que su bisabuela, Eugenia Betancor Camejo nació en esta plaza. Un día tuvo que acudir al médico a Teguise y fue allí donde conoció a otro paciente, vecino de San Bartolomé llamado Baltasar Martín con el que contrajo matrimonio, marchando a vivir a San Bartolomé donde murió.

 

Quiero destacar a mi bisabuelo Policarpo Socas Gutiérrez, alcalde de este pueblo, al igual que su padre, Pedro Socas Borges, por su pensamiento avanzado para la época. Decía que las mujeres no deberían descuidar la cultura y la cocina. La cultura, porque ellas eran las responsables de la crianza, educación e instrucción de los hijos, y de la cocina, porque también eran responsables de la alimentación, para procurar una buena salud a la familia. Dio ejemplo, practicándolo con sus cinco hijas, pues todas estudiaron. A dos de ellas, acompañó a realizar oposiciones a Tenerife para magisterio Nacional, otras dos se dedicaron a la enseñanza privada, y la otra estuvo de religiosa en los desamparados de Valencia, regresando posteriormente y formando su familia en el pueblo. Incluso todas tenían conocimientos de inglés, ya que recibían clases de una nativa.

 

El otro bisabuelo paterno también se apellidaba Socas: Lázaro Socas Camejo, padre de José Socas Clavijo, que destacaba, entre otras cosas, por hacer bromas pesadas a sus vecinos. Les contaré una que ocurrió en el día de San Juan: Llegó a su casa en la calle del Clavel y les dijo a sus hijos, cinco en total, que había encontrado en la Atalaya, un extraño pajarito. Lo atrapó, y lo dejó tapado con un sombrero, debajo de una higuera. Al sombrero lo sujetó con unas piedras para que el viento no se lo llevara. El pajarito será para el primero que llegue y lo atrape - les dijo. Todos corrieron a buscarlo pero el que llegó primero fue mi abuelo que tenía once años, y era el mayor de todos los hermanos. Con mucho cuidado metió la mano por debajo del ala del sombrero, y no encontró al pajarito, sino que se empegostó con los excrementos que allí habían. Cuando llegaron los demás hermanos, él estaba limpiándose con las hojas de la higuera, y se rieron mucho por la broma.

 

Los recuerdos nostálgicos de mi infancia son a través de los sentidos.

 

Hay olores de este pueblo que siempre recuerdo: como el olor a la tierra mojada, después de la lluvia; el olor del gofio de la molina de Fernando; el olor del pulpo seco, la vieja seca o los pejines asados; el olor de la tafeña de garbanzos o las flores de millo antes de llevarlas al molino.

 

Qué agradables eran los aromas de las hierbas medicinales, pasote, manzanilla, hierba Luisa.... y no tanto el del ajenjo del que tomábamos siete buchitos para combatir el mal aliento. El olor a las lapas o la seba en Punta Mujeres; el olor del tabaco en Las Quemadas; el olor que desprenden las higueras,...El mes de Mayo lo recuerdo con los aromas de las azucenas y de las velas de la Iglesia adónde íbamos las niñas con flores a recitar poesías a la Virgen María que ensayaba con María Isabel a ratitos. Más desagradables eran los olores de la chamusquina que se le hacía al cochino antes de matarlo, el olor a gasolina de la guagua de Nicolás, o también el olor de la pardela frita.

 

También hay sonidos que me han marcado como el de las hojas de las palmeras movidas por el viento. También sobrecogía el ruido que hacía el barranco cuando pasaba lleno de agua por el puente. Nos embelesaban los trinos de los pajaritos del Sr. Andrés Brito y su señora, El oleaje del mar que te arrullaba en Punta Mujeres para un dulce sueño. El caña-caña de las pardelas al anochecer nos indicaba que ya era verano. Los grillos en las noches estrelladas que pronosticaban calor para el día siguiente. El trabajo del Sr. Lilo, el latonero, en frente de mi casa, al cual le dabas la lata vacía de leche condensada y te hacía un jarro para el agua. El sonido de los granos cuando se vertían de un sitio a otro parecía que tenían prisa por ir de jarana y alegraban la estancia. El goteo de la destiladera invitaba a beber para refrescarse. Me gustaba mucho oír rebuznar a los burros, lo cual creo que no he vuelto a oír desde entonces. Con desagrado evoco el chillido del cochino cuando lo mataban.

 

Los primeros sentidos que me transportan a la infancia, y de los que ya he hablado han sido el olfato y el oído, pero todavía me queda la vista, el tacto y el gusto. En cuanto al sentido de la vista, no hay nada tan subyugante como observar las luces del amanecer desde Las Quemadas, donde los rayos se reflejan en el mar dándonos energía para largo tiempo. Contemplar la puesta de sol desde el mirador del Rincón nos hacía soñar. La contemplación de los islotes desde Guatifay o desde cualquier otro lugar del risco de Famara nos ofrece un paisaje misterioso y mágico que nos transporta a mundos lejanos. El color morado de la cara y manos del señor Teófilo en Carnavales creo que se lo hacía embadurnándose con higos indios, pronosticaba el futuro vestido de gitana. Me llamaba la atención y sentía mucha curiosidad, cuando llegaban las caravanas de moros con sus camellos. Yo sentía algo de miedo y miraba por el postigo pues el colorido de sus vestimentas era muy llamativo. Abuelo salía al encuentro y los saludaba con cordialidad. Al atardecer íbamos a verlos rezar mirando a la Meca.

 

Por lo que se refiere al sentido del tacto, era reconfortante y placentero sentir como la brisa fresca te golpea en la cara mientras estás sentada en la Atalaya viendo como corre la sombra de las nubes, por lo general de norte a sur. Las niñas de mi tiempo no usábamos pantalones, por lo que el roce de las ortigas nos picaba mucho las piernas y nos rascábamos con vehemencia.

 

Parece que los sabores de antes no vuelven: Era delicioso, el sabor de las batatas de San Bartolomé asadas en las brasas, que nos traía el tío Jaime. También gozaba sentada en la huerta comiendo arvejas arrugadas. ¡Qué dulces estaban! Y las morcillas que hacía mamá con pasas y almendras. Los crocantes que los domingos hacían Leonor y Juanita Casanova en Faja, a la hora de la catequesis. Las papas de la tierra, menudas, que se freían con cáscara, partidas por la mitad acompañadas de huevos duros y salsa de tomate. El dulce de higos pasados con almendras y queso, acompañados de pan bizcochado. El sabor de las patas de cabra y las lapas que traían de Órzala. El queso duro con peritos o almendras de Tahoyo habría mucho el apetito. Las algarrobas maduras y jugosas eran ricas, y por último la pella de gofio para merendar con queso duro, almendras y pasas.

 

Por estas fiestas de San Juan solían venir los parientes Clavijos y Betancores de Mala y Guatiza, que eran bien recibidos en casa. El día de San Juan, siempre estrenábamos algo. Recuerdo que tenía mucha ilusión en estrenar unos zapatos rojos de crepé que me había comprado mi madre en la tienda de Lasso en Arrecife, pero cuando llegó el día ya no eran encarnados, sino negros, pues estaba de luto por el fallecimiento de mi madre. Me produjo mucha tristeza. A los dos años, ya me quitaron el medio luto, y pude estrenar mi vestido a cuadritos azules y blancos con mucha alegría el día de San Juan.

 

Por San Juan había: Ginkana automovilística alrededor de la plaza, tómbola para la Iglesia, con la que mi madre participaba haciendo alfileteros y baberos de ganchillo.

 

Había cantinas y ventorrillos con muchas hojas de palmeras. Juego de bolas en el que mi padre participaba con su equipo. Pedro Perdomo y él abrochaban, y José Méndez y Antonio López, arrimaban. La hoguera se hacía delante de Don Domingo Reyes, frente a la sacristía, donde las niñas nos deslizábamos por sus muros.

 

Después de San Juan se bajaba a Punta Mujeres. Íbamos con el burro cargado por Las Quemadas. Llevábamos una cabra que en más de una ocasión llegó a comer ropa, como por ejemplo, mi albornoz de rayas verdes y blancas. También llevábamos gallinas y patos. Estos últimos bajaban a la playa Chica, nadaban un par de vueltas, y volvían a la casa sin ser guiados por nadie. A Punta Mujeres se llevaba todo lo viejo para terminar de usarlo. Las frutas eran higos picones, e higos de leche, que se comían con gofio espolvoreado por encima. Las algarrobas y almendras, se ponían en la azotea a secar, y los membrillos eran para la hora del baño. Hacíamos palmatorias con verodes y chicle con la savia de las tabaibas dulces.

 

Cuando había mareas, mi padre y mi abuelo salían a pulpiar y morenear. Yo, mientras, disfrutaba en los charcos. Después de la merienda los niños y adultos jugábamos a la lotería, maestro Elías, el carpintero, cantaba los números, acompañándolos de alguna coletilla, como por ejemplo: el 22, los dos patitos en el agua, el 15 la niña bonita,...etc. A veces, hacían asaderos de pescado fresco envuelto en papel vaso, sin quitarle las escamas ni las tripas, el sabor era delicioso.

 

Hicimos alguna excursión a la Cueva de los Verdes y Jameos del Agua. Salíamos, niños y mayores, a media mañana, desde Punta Mujeres. Los jóvenes se daban un baño en Los Jameos, comíamos allí, y luego volvíamos, mariscando burgados.

 

El día de Candelaria, los niños de las escuelas bajábamos caminando a Tabayesco, donde oíamos misa y jugábamos. Después de almorzar, bajábamos a Arrieta. Allí rezábamos el rosario antes de subir por Trujillo a Haría.

 

Las gracioseras, que traían el pescado, subiendo el risco de Famara, después de venderlo, solían algunas ir por casa, a comprar papas y granos. Pedían que los garbanzos fuesen de Las Quemadas porque eran más blanditos. Me llamaba la atención lo tapadas que iban, pues las faldas les llegaban por los tobillos. Solo se les veían los ojos, ya que llevaban pañuelo y sombrero de paja, que nunca se quitaban.

 

Una actividad que no he vuelto a realizar nunca más y que a mí me gustaba era guindar agua del aljibe, y también ayudaba a mi abuela a hacer empleita para confeccionar las esteras.

 

Me gustaría reivindicar que el Instituto de Haría lleve el nombre de Don Enrique Dorta, párroco natural de aquí, que hizo mucho por la educación y cultura de varias generaciones, logrando para el pueblo, la creación de dicho Instituto.

 

Es probable que me queden muchas cosas que contar, espero sepan disculparme si no ha sido del agrado de todos.

 

Gracias por escucharme o por estar aquí, espero que disfruten de las fiestas y regresen de nuevo a la placidez de un pasado que tuvo cosas muy buenas y que seguro sabéis transmitir a vuestros descendientes. Espero que nunca entréis en el ritmo frenético de las grandes ciudades, sino que gocéis de este oasis privilegiado. ¡Disfruten de las Fiestas de San Juan en paz y con mucha alegría!

 

¡Felices Fiestas! ¡Viva San Juan!