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 EL VALLE DE HARÍA

 

 Es un panorama bíblico que se halla abrigado entre montañas y rodeado de palmeras. Es uno de los parajes más hermosos que Lanzarote puede ofrecer al visitante sensible. Un paraíso donde lo áspero y agreste se unen con lo dúctil y sosegado: la ceniza  y la flor; la mole perfecta y trágica de un volcán con la tierra agradecida y blanda; la gente noble que por antonomasia, encarna la dulzura y el rigor; en suma, el valle ubérrimo, fecundo, donde todo convive idílicamente y todo brega por acercársenos al corazón. 

Ahora deseamos contemplar las montañas  y las palmeras. Nada más fácil, y no hay que ir lejos. Un corto paseo y alcanzamos la Cruz de Doña María. ¡Qué soledad tan divina! Se percibe por encima de las exhalaciones saturadas y sofocantes  el olor inconfundible del mar: una visión como la que imaginó Shakespeare y que jamás le fue dado contemplar. A un lado vemos el profundo barranco de Temisa – antología de cultivos y colores --, y al otro, el valle hermoso con todos los volcanes, casas y palmeras. Impresionan los rojos, los sienas y los azules recibiendo la caricia de la luz y los fuertes contrastes de las sombras. ¿Qué tiene Haría que tan sugestivamente ha inspirado  a los poetas? Su gracia  edénica. Su ternura humana. Tal vez su romántica indolencia. Sobre todo su voluntad y solera tradicionales. Su sentir hidalgo. El hombre de Haría ni se humilla, ni pordiosea, ni desconoce la gratitud. No es servil, y todos se sienten iguales, tanto si “tienen” como si no. Su integridad abrillanta  sus cualidades y reciedumbre racial. 

Hay que verlos sobre la tierra, haciendo toda su teoría geométrica, entre cerros y cenizas, para que labrantías y bancanales se hagan posibles y lleguen susurrando hasta el camino, o desciendan desde la cima hasta el mar. Una labor titánica, férrea en la que vive y palpita el viejo romancero. Por eso, el valle ha dado hombres a todos los confines isleños y aún americanos, como si Haría quisiera divulgar su genuina jerarquía en la laboriosidad de sus emigrantes. 

Cuando en el valle cae una palmera tiembla la tierra. No debiera caer aquí una sola palmera. No tiene Canarias un oasis como el de Haría. Tanto se diferencia este paisaje, que por único lo tenemos; y hay que salvarlo; porque el palmeral es el rostro y el espíritu del valle. Su voz no es precisamente rumoroso sonido de las palmeras mecidas en el viento. Su voz es tonante, casi religiosa, como una fuerte advertencia bíblica: ¡Cuándo en el valle cae una palmera, la tierra tiembla! 

Tiene Haría una iglesia blanca, tan blanca que ella sola relumbra bajo el verde intercollumnio del palmeral. En ella se guarda como joya codiciada una obra de Luján Pérez, la Encarnación de María, que conmueve de emoción religiosa a los hijos del pueblo. Pero tiene ahora, además, otra obra escultórica que viene a enriquecer, sin duda, el patrimonio artístico insular. Es el CRISTO DE LA SED, salido del cincel de Borges y logrado afortunadamente, como cuando se sabe acariciar la madera, tan agradecida, y a la anatomía de Cristo se unen conocimiento y respetuoso ideal. EL CRISTO DE LA SED, como devoción representativa, tendrá una presencia muy singular en Lanzarote, porque la isla conserva aún la virtud y el sentido pleno de la sequía. 

En la iglesia de Haría estarán ya abiertos los brazos del Cristo sediento -- ¿Sediente de paz y amor?--, como si quedaran igualmente abiertas todas las fuentes de la vida y de la esperanza.