PREGONES DE MÁGUEZ  >  Índice

 

 

Buenas noches señoras, señores, Señor Alcalde…

            Esta semana celebramos las fiestas Patronales en honor de Santa Bárbara, ¡quién no ha nombrado alguna vez a esta Santa…!!! Ya sea por razones de salud, por estudios o sobre todo cuando llueve o truena. Así lo dice el refrán: “Sólo nos acordamos de Santa Bárbara cuando truena”.
            Es un orgullo para mí iniciar estas fiestas con el pregón, que va dedicado a mi padre (fallecido), a mi madre, a mi marido, a mi hijo, a mis hermanas, y a todas aquellas personas que me ayudaron a ser lo que soy, tanto en personal, como en lo profesional.

            Nací en Máguez hace 60 años, y soy la más pequeña de tres hermanas. Fui bajita y muy delgada, hasta el punto que mi padre me llamaba la “enana”, y en la escuela me decían “microbio”, al igual que a Juanita la de Severa.

            Mis primeros doce años, transcurrieron en Máguez, y durante mi infancia sucedieron una serie de acontecimientos; unos agradables, y otros desagradables que me marcaron profundamente.

            Tengo que decir, que fue una época muy dura, pero dentro de la miseria de aquellos años, tuve una infancia muy feliz.

            Recuerdo que pasábamos las tardes jugando con Juanita y Nono en los remos, hechos en las higueras; al escondite, al boliche, y en invierno chapoteábamos en los charcos. ¡Era muy divertido!

            Mis padres eran labradores. Trabajaban la tierra pedregosa a un tercio, es decir, eran medianeros, y los beneficios eran mínimos. Gracias a los productos obtenidos de los animales y a las pobres cosechas, la comida por lo menos, no nos faltaba. Éramos pobres, económicamente hablando, pero ricos en amor, cariño, respeto y educación.

            Mientras mis padres trabajaban en el campo, nosotras acudíamos a la escuela. Mis hermanas, Celi y Ángela, que ya eran mayorcitas, me cuidaban y ayudaban en las tareas del hogar. Siempre oí contar, que de pequeña, Celi me llevaba todo el día colgada en el “cuadril”

            Cuando yo contaba cinco años, sucedió algo inesperado. Mi padre, harto de trabajar en el campo, de no obtener beneficios, y furioso porque se le acaba de quemar un pajar, tomó una determinación:

-          Mira Lores, (así era como llamaba cariñosamente a mi madre), me marcho a Venezuela. Allí trabajaré, e intentaré ganar dinero y comprar mis propias tierras.

Cinco años permaneció en Venezuela, y fueron años aún más duros, ya que mi madre tenía que hacer al mismo tiempo de padre y de madre.

Aunque era muy pequeña, recuerdo perfectamente el temor de mi madre: ¿Vendrá o no vendrá? ¿Escribirá o no escribirá? ¿Mandará dinero, o no lo hará? Pero aunque parezca extraño, nosotras teníamos una señal, que nos indicaba que algo iba a pasar: Cuando veíamos un alcaudón, o veíamos una palomita volar, enseguida expresábamos nuestra alegría, ¡Padre va a escribir! ¡Padre va enviar un giro! y les aseguro, que así sucedía.

Mientras, nuestra vida transcurría entre la escuela y la calle, ¡Cómo me gustaba la escuela! Cuanto más aprendía, más aumentaba mi vocación. Mis maestras, me preguntaban ¿Qué quieres ser de mayor? Yo ¡maestra!  Siempre repetía lo mismo.

Entre los 8 o 9 años, hice mi primera comunión. La maestra junto con Don Enrique Dorta eran los responsables de preparar a los niños del pueblo. Aunque no había mucho dinero, no me faltó mi vestido blanco, mis zapatos, mis calcetines, mis estampitas…. Que luego repartir a la familia, a cambio de algún durillo.

Después de cinco largos y duros años, cuando yo ya tenía diez, mi padre regresó. Su sueño dorado se había cumplido: ya podía comprar sus propias tierras, sobre todo Peña Redonda, su gran ilusión, aunque ahora con el tiempo esté hecha un bosquecillo de bobos.

Recuerdos de esta época afloran a mi mente: las muñecas de trapo del día de Reyes, el amasar las tortas de pan de millo en el Castillejo, preparar el jato para ir a Punta Mujeres  en burro, compartiendo risas y juegos con mis primos de Tía Ciona, estando hasta 16 personas en una misma habitación durmiendo en colchones de camisa de millo, la muerte de cochino, donde nos reuníamos toda la familia, y hacíamos los chorizos, las morcillas y salábamos el tocino y la carne para todo el año y el hacer rosetas, para poder comprarnos algún vestido para estrenar en las fiestas……

Cuando cumplí los once años, un matrimonio formado por Doña Marusa, mi maestra de esa época y Don Félix, su esposo, hicieron que mi vida cambiara. Doña Marusa seguía preguntándome ¿Tú quieres ser maestra? ¡Sí….!, seguía contestando yo.

Un día se presentaron en mi casa sin previo aviso. Mis padres se asombraron mucho, porque desconocían el motivo de dicha visita

-          Mire usted señor Romualdo - decía doña Marusa, ¿Por qué no deja usted estudiar a la chica?

-          Porque no tengo posibilidades - contestó mi padre- Además, si no le di estudios a las mayores, ¿Cómo le voy a dar a la pequeña? ¿Qué van a decir?

-          ¡Usted no se preocupe! Nosotros la llevamos a Arrecife, que haga el ingreso en el instituto, y luego le pedimos una beca.

Afortunadamente, todo salió perfecto. Aprobé mi ingreso en el instituto y me concedieron la beca.

Tengo que agradecer a mi madre, todos los esfuerzos que hizo en aquella época, andando por todo Arrecife, buscando donde encontrar quien me pudiera dar alguna ayuda o beca, para terminar mis estudios.

Ahora tocaba lo peor: seis años de bachillerato en Arrecife. ¿Dónde quedarme? ¿Cómo pagar el alojamiento, los estudios, las ropas….?

            En este mundo siempre hay personas generosas….. Mi madre habló con unos parientes, que eran los dueños de la Pensión España, Adelaida y José Manuel, y tras explicarles el caso, me acogieron en su casa. Adelaida, ¡Santa mujer!  más que pagarle yo, ella me ayudaba a mí. ¡Nunca la olvidaré!

            Allí pasé seis años como si fuera mi propia casa, y me trataban como a una hija más. Eso sí, nunca di problemas, ya me lo advirtió mi padre; me dijo:

-          Mírame a los ojos, y escucha con atención: Vas a casa ajena; tienes que comerte todo lo que te pongan delante. Respeta para que te respeten y sobre todo, “ver, oír y callar” 

Tengo que decir que estas palabras se me han quedado muy gravadas, y siempre las he puesto en práctica a lo largo de mi vida. 

Pero yo extrañaba mi casa, a mis padres y hermanas, la calle, los juegos, mi pueblo… 

Durante estos años ya empezamos a salir en pandilla, a la plaza, a los Valles, a coger moras, hacíamos excursiones a la Nieves, a Tabayesco el día de la Candelaria, a la playa de La Garita y cómo no. ¡A echarle un ojo a los chicos! 

Sobre los 15 o 16 años, ya empecé a ir al baile. En este aspecto, las consejeras siempre eran las madres. Ellas se sentaban alrededor del salón y observaban. Siempre recuerdo sus ordenes-consejos: No bailes con desconocidos; baila sólo una pieza con cada chico; no te quedes en el terrero; si intentan apretarte, usa la “retranca”. Pero lo más simpático era cuando un chico te invitaba y tú pedías autorización a tu madre mediante una seña, que ella a su vez, respondía según le pareciera chico. Con un sí o no con la cabeza. 

En esa época fue cuando conocí a un chico rubio, con pelo largo y ojos verdes. Las chicas nos lo rifábamos e incluso nos peleábamos por él. Pero al final, me tocó a mí, y ahora es mi marido.  

Al terminar mi bachillerato, me marché a Las Palmas de Gran Canaria a estudiar magisterio; Mi gran sueño iba a comenzar…. 

Gracias a la beca y a un familiar de mi madre, Carmita, terminé Magisterio. 

En 1.974 comencé a dar clase. La ilusión de mi madre, siempre fue que yo regresara a Lanzarote, ya que llevaba fuera de mi casa desde los 11 años, pero una larga odisea, en la que el Señor Antonio de León, que era el encargado de destinar a los maestros, me ofreció una plaza en Telde y yo respondí: Yo me quiero ir a Lanzarote!!.  Al rechazarla, esa plaza se perdió y luego me siguió ofreciendo otras, que tampoco eran Lanzarote, y que al rechazarlas nuevamente, me iba alejando más de la capital, así que en vista de que iba a ser imposible regresar a mi isla, paré en Arguineguín. 

Allí conocí a Margarita y a Domingo, que me prestaron toda la ayuda necesaria, dada mi poca experiencia. 

Nunca olvidaré mi primer sueldo; ¡Por fin tenía mi propio dinero! 

Lo primero que hice fue comprarles a mis padres un televisor, y yo, viajar en avión. Se acabaron los famosos correíllos malolientes que se movían como una cáscara de nuez. 

En 1.975 aprobé las oposiciones. ¡Ya era propietaria! No lo podía creer                                       

Ese mismo verano, en el mes de agosto, me casé en Máguez, con aquel chico rubio. Fuimos el primer matrimonio que se casó en la Ermita nueva de Santa Bárbara, y la ceremonia, la ofició Don Germán. Nos fuimos de luna de miel al Hotel San Antonio, todo un lujo en aquella época, y luego regresamos a Las Palmas. 

Tras aprobar las oposiciones, mi primer destino fue en la Isleta, en el colegio Galicia. Casualidades de la vida, justo detrás, está el cuartel de artillería, cuya patrona es Santa Bárbara. Se pueden imaginar cómo me sentía cuando por estas fechas, oía los cañonazos, la banda de música……sólo un pensamiento venía a mi mente: las fiestas de mi pueblo. 

Después de muchos años de intento, para tener descendencia, y no lograrlo, nos decidimos por otra alternativa. En 1.999 y después de 7 años de espera e incertidumbre, llegó a nuestras vidas, el pequeño Aarón de 8 añitos. Un bichito inquieto y vivaracho, pero a la misma vez cariñoso, que inundó nuestro mundo de felicidad. Hoy ese niño pequeño y debilucho, se ha convertido en todo un hombre de 20 años, que estudia y que desarrolla sus aficiones preferidas, el baile y la moda. 

En el año 2.000, la vida nos dio un revés; después de una larga enfermedad, mi padre falleció. Fue un duro golpe, pero poco a poco lo supimos sobrellevar. A partir de ese momento, fue mi madre la encargada de mantenernos a todos unidos, tal y como a él siempre le gustaba que estuviéramos.  De hecho, cada vez que nos reunimos, mira al cielo, y dice: “Mira Romaldo, los tengo a todos aquí, como a ti siempre te gustaba”. ¡Y es cierto! Tanto mi padre como mi madre, han sido como gallinitas que siempre han querido tenernos a todos unidos a su alrededor. Nunca les oí protestar porque los niños hicieran o deshicieran. Cada fin de semana, la casa se llenaba de gente; grandes y pequeños nos juntábamos y disfrutábamos en familia.  

Siempre hemos sido una familia que hemos mantenido las tradiciones, pero hay dos fechas realmente importantes para nosotros, y que no dejamos de celebrarlas. Una, es el día de Reyes. Ese día, volvemos a reunirnos para abrir los regalos y compartir la alegría con mi madre. Todos mis sobrinos mayores, vienen desde muy temprano con sus hijos, y la tradición en ese caso, es hacer un desayuno muy peculiar que prepara mi madre: una caldero de café “tisnao” o “agua chisli”, con queso y pan con mantequilla calentado en el horno. Y a medio día, el caldo de millo que no falte. 

La otra, es el 14 de agosto, día del cumpleaños de mi padre. Cada año, lo celebrábamos en la playa, y cuando él faltó, pensábamos que ya no se repetiría. Pero el mismo año de su muerte, mi madre fue la que compró unos refrescos y unos dulces, y dijo que teníamos que seguir celebrándolo,  porque él así lo habría querido. Y tengo que decirles que después de 11 años, cada 14 de agosto, seguimos yendo a celebrarlo a la playa. 

Hoy en día, después de 37 años impartiendo clases, me acabo de jubilar. No ha sido un camino fácil, ya que la enseñanza y la educación agotan, y más en estos años: niños con problemas, la disciplina, en ocasiones incomprensión por parte de los padres….  pero gracias a Dios nunca he tenido problemas y me he llevado siempre muy bien con los equipos directivos y profesores, especialmente con mi gran amiga Cristina. Durante 35 años hemos permanecido juntas e incluso impartiendo el mismo nivel y nunca tuvimos ni un sí ni un no. Como consecuencia de esta gran amistad, el 28 de junio, celebré mi jubilación. Acudieron todos, hasta mis antiguos compañeros. Pero una gran sorpresa me esperaba. Cuando llegué al lugar de celebración me quedé de “piedra”; ¿Que veían mis ojos?, ¡mis hermanas…! Grité ¡mi madre…! ¡Mis sobrinas…! No lo podía creer… Mi amiga Cristina fue la encargada de organizarlo todo en secreto para sorprenderme. Este gesto es la muestra de todo el cariño que sienten por mí. Nunca lo olvidaré.

 Y ahora, sólo le pido a Dios salud y suerte, para cuidar de los míos y disfrutar un poco de la vida.  

Mi agradecimiento a todos los que esta noche han estado compartiendo conmigo estos bonitos momentos, y a la Directiva de este Centro, por haberme invitado