PREGONES DE MALA  >  Índice

 

 

 

Cuando me hicieron el encargo de este pregón, mi primera reacción fue de sorpresa, ya que por una parte, hace mucho tiempo que no participo en ningún acto relacionado ni con esta sociedad ni con el pueblo, y por otra, porque mi actividad profesional no tiene mucho que ver con la escritura.

Sin recuperarme de la sorpresa, me sobrevino el temor de no ser capaz de realizarlo correctamente, aun así, tuve la osadía de aceptar y aquí estamos.

A partir de este momento, asumí que tenía la obligación de informarme de la  mecánica que conlleva el hecho en sí, pues nada sabía acerca de pregones. 

Haciendo una valoración más o menos rápida y con unos pocos datos, intuí que lo correcto era hacer una reflexión sobre la historia del pueblo, hablar de la devoción que tenemos a nuestra Señora de Las Mercedes, exaltar las bellezas y virtudes locales o comentar las diferencias que el tiempo ha marcado, pero no fui capaz de conseguir ningún resultado satisfactorio, al menos nada que pudiera considerar sincero y honesto. Lo intenté varias veces obteniendo siempre el mismo resultado negativo.  

Fui incapaz de plantearme, ninguna otra cosa que no fuera, por así decirlo,  el sentimiento elemental del día  de la fiesta. El resultado ineludible de atinar dos elementos totalmente definitorios para cualquier persona nacida en este pueblo, me refiero a una fecha: el 24 de septiembre, y a un lugar: el pueblo de Mala. Sólo hay una respuesta posible: el día de Las Mercedes. 

Lo siguiente, ha sido dejarse llevar, dócilmente, hacia donde la caprichosa memoria  te quisiera conducir: despertando imágenes que ni siquiera sabíamos que estaban ahí almacenadas, reviviendo hechos y cosas que en su momento cautivaron, nuestros sentidos, rozando sutilmente sentimientos desarrollados en los secretos del alma y celosamente guardados, avanzando y retrocediendo, de forma no siempre ordenada, hacia un tiempo de juventud y de infancia, unas veces con la sensación de sorpresiva inmediatez, y otras rayando en lo remoto de pura lejanía. 

Por supuesto que me refiero a los días de la fiesta que los que ya tenemos cierta edad hemos conocido hace bastantes años, y que tan intensamente vivíamos, días que esperábamos con una ansiedad, sólo comparable a la experimentada por los niños la víspera de Reyes y que, también nos llegaban envueltos con la misma magia. 

Era un tiempo en que los niños pensábamos que se acababa de inventar el mundo y que toda lo anterior era pura historia. 

Un tiempo en que los jóvenes, pensábamos que acabábamos de inventar la juventud recién estrenada y que nadie antes había sido poseedor de ella. 

Cuando se nos aceleraban los: pulsos por cuestiones que nada tenían que ver con los Reyes Magos, cuando se te cortaba la voz por culpa de una presencia temida y deseada al mismo tiempo, cuando un leve contacto o una simple caricia era motivo más que suficiente para temblar como una hoja o para que se desatara el temporal..., entonces también pensábamos que acabábamos de inventar el sexo y el amor, y que éramos eternos...

El día de la fiesta amanecía marcado por una especie de cuenta atrás..., la verbena ya estaba engalanada con los tres elementos característicos de la fiesta: las banderas para anunciar el baile, las tiras de papel como adorno festivo y las hojas de palma como zoco protector de verbena y ventorrillos, sobre todo como seña de identidad de todas nuestras celebraciones. 

Como decía antes, el día amanecía marcado por la solemnidad de saberse especial. 

Atrás quedaban los preparativos de los días anteriores, Las Mercedes cae justo en el límite entre el, verano y el otoño, al final, de un ciclo y del comienzo del siguiente, terminadas todas las cosechas, trillas y vendimias, siendo pues un periodo idóneo para el descanso y la fiesta, para adecentar las casas y practicar la hospitalidad, albeando paredes, pintando puertas y ventanas. El olor de la cal se mezclaba con el del disolvente de la pintura que en realidad sólo era petróleo añadido en cantidades desproporcionadas," para que secara más rápido", decían, aunque la verdadera razón era la de estirar la pintura hasta el límite de lo imposible. 

 La víspera se reservaba para amasar el pan. Este era otro rito que pasaba por toda una sucesión de etapas hasta llegar al horno. De la recolección del trigo recuerdo de forma particular, sobre todo por la parte que me tocaba, los días de trilla, las agobiantes e insoportables tardes de calor, dormitando sobre el trillo o caminando detrás de la cobra alrededor del carcadero, dando vueltas interminables a lo largo de todo un mes  interminable, lo único que  tenía de bueno era conseguir que las vacaciones nos resultaran eternas. 

La noche anterior, la madre se ocupaba, al menos mi madre lo hacia, de preparar la levadura dándole una importancia  casi ritual, era una ceremonia
doméstica  en la que sólo ella podía poner la mano: llenaba la amasadera con la cantidad de harina que fuese necesaria, formando con ella una especie de cráter y añadiéndole poco a poco, mezclado con agua, el contenido de un lebrillo que, era la levadura propiamente dicha. 

La levadura era un pan crudo conservado, del amasijo anterior y que se ponía en remojo doce horas antes. Tenía una pinta infame y olía fatal, pero casi siempre era efectiva. 

Me resulta particularmente entrañable recordar con qué parsimonia mi madre iba haciendo la mezcla hasta dejar el cráter de harina casi lleno, pero sin romperlo en ningún momento. 

Era la última actividad de la noche, y la hacía en silencio, como si sus manos necesitaran de toda la concentración para que la levadura cumpliera con su cometido y saliese un buen pan.

Cuando terminaba de hacer la mezcla la espolvoreaba con harina, y con un  leve toque de la mano le dibujaba la señal de la cruz al tiempo que musitaba unas palabras a modo de rezo:"que Dios te ponga lo que te falte". 

Luego colocaba tres varas de almendro sobre la amasadera y lo cubría con una manta. 

Al día siguiente el pueblo amanecía con innumerables columnas de humo procedente de los hornos caldeándose, y el olor de la ahulaga ardiendo lo iba llenando todo. 

Mientras, se amasaba, se armaba el pan, se marcaba con la pintadera, de la que cada familia tenía la suya, y se ponía a soltar hasta que estuviera en su punto y fuera llevado al horno. 

Al mediodía todo olía a pan caliente... 

Al margen de las tareas domésticas, la víspera, por la tarde, le tocaba el turno la verbena que se engalanaba para el evento. Su perímetro exterior, se empalmeraba a modo de protección y para controlar la entrada, levantando en el centro una sólida viga: rematada en forma de cruz que tenía como rudimentaria base un bidón lleno de piedras. En lo más alto se instalaba el mástil con la bandera y los brazos sustentaban dos petromanes que alumbrarían el baile.

Estos artilugios tenían un protagonismo considerable ya que su manejo no era del todo sencillo, utilizando como combustible la gasolina, lo cual implicaba un cierto riesgo. La luz la producía una pequeña camisa de seda incandescente, muy vulnerable al tacto y al aire, además para evitar que se apagase, tenía que mantener la presión conseguida mediante un fuelle, el cual había que accionar cada cierto tiempo. Así es que si a medio baile bajaba la potencia de la luz el encargado de los petromanes tenía que sacar la burra y subiéndose encima, proceder, está claro que me refiero a la escalera utilizada para acceder  a las lámparas.

 Esta viga central de la que hablaba, era también el soporte de los alambres de los que iban pegados los papeles de colores. 

Años más tarde, se colocó en su lugar un poste de hierro con escala incorporada procedente del anemómetro que en su día estuvo instalado entre el Charco del Gallo y Cueva Paloma. Nunca supe cuando, ni por orden de quién, este aparato, que llamábamos "de los cucharones", llegó a nuestra costa ni tampoco si alguien se encargó alguna vez de leer la velocidad del viento. Lo cierto es que acabó sus días prestando un servicio para el que, ni remotamente, había sido diseñado. 

El día de Las Mercedes amanecía con la solemnidad de saberse especial..., una solemnidad marcada por ausencia de campanas. En esa época y por circunstancias que no viene al caso mencionar, la Iglesia no hacía ninguna, celebración especial. 

Sin la función y procesión tradicionales la mañana quedaba como suspendida en territorio de nadie, y al mediodía, a falta de la impronta carismática de estos actos, el puchero, tradicional también, y que reunía a toda la familia, quedaba fuera de lugar. 

Sólo algún volador perdido y el incesante sonido del viento a través de las iras de papel de la verbena, eran la prueba de que había llegado el día. 

La tarde empezaba a poblarse de actividad muy pronto, generada, en principio, por los más chicos, que incapaces de controlar el vértigo producido por el sonido de la corneta del hombre de los helados, nos arremolinábamos alrededor de su carro, adorando, casi, aquellas tapas relucientes que cubrían los dos barriletes: uno de vainilla y otro de fresa. 

Acaparaba nuestra atención, de forma especial, el accesorio metálico que utilizaba para regular el tamaño de los helados, el espacio entre galleta y galleta que siempre nos pareció demasiado pequeño. Creo que ese extraño artilugio fue el responsable de que se despertara en nosotros, con tanta prontitud, el sentimiento de la envidia cuando por arte de un padrino generoso veíamos salir de su interior un tremendo helado que incapaz de ser contenido entre las dos galletas necesitaba de una tercera lateral. 

Al mismo tiempo iba subiendo de tono la algarabía producida por los pitos de las sopladeras. Se me hace imposible recordar una tarde de Las Mercedes sin ese sonido de fondo. 

 Los  más grandes se atrevían con la ruleta y apostaban sus perras. La ruleta era otro de los elementos protagonistas de la tarde, con su rasgueo característico, acelerado al principio y más lento luego, hasta detenerse y vuelta a empezar. A ­punto estaba de salírsenos  el corazón cuando parecía que iba a detenerse en nuestra casilla y no lo hacía más que una o dos más allá.

La ruleta daba mucho de sí, porque no tenías que jugar necesariamente, es decir, no tenias que hacerlo con dinero, nos poníamos a mirar y, o te asociabas mentalmente con alguien que apostara, o hacías tus propias apuestas imaginarias. 

Por la noche aparecía "el del bichillo"; con su pequeña mesa plegable, la lámpara de carburo y los dados, pero eso ya eran palabras mayores. 

¿Recuerdan ahora que hablamos de las lámparas de  carburo  lo que hacíamos al día siguiente con los restos, que encontrábamos, aun activos, en la basura de los ventorrillos? No sé yo si más de uno no se llevó algún cogotazo a causa de ello. 

...Y llegaba la hora del paseo, de salir todo el mundo, de encontrarse y de celebrarse, de exhibir los trajes nuevos como si fueran auténticos trofeos. 

Para los adolescentes que se incorporaban al mundo de los adultos, la fiesta era, si cabe, aun más importante pues suponía una ceremonia de iniciación: para las niñas como una puesta de largo. Normalmente comenzaban a bailar cumplidos los quince y a partir de entonces ya se les consideraba mujeres y podían tener novio. 

Los ventorrillos con sus característicos olores a mojos y a “adogos", dando cobertura siempre a todas las fiestas, eran el lugar ideal para que los aficionados a la parranda tuvieran su justo desahogo y más de uno se echaba la camisa por fuera un par de días.

Y así, en medio de un ambiente cada vez más abigarrado, compuesto por un ir y venir de grandes, chicos y  medianos, mayores y menores, casados, solteros y ennoviados, la fiesta iba subiendo de tono hasta que llegaba la noche, la música y el  baile. 

Si reflexionamos acerca de todo lo dicho, nos daremos cuenta, al menos a mí así me lo parece de que la fiesta carecía de toda programación de actividades, salvo cuando se hacía la luchada y el baile que era el epicentro de todo. Sin embargo, se generaba tanta expectación, tal cúmulo de emociones y tenía tanta trascendencia que durante días no se vivía para otra cosa. 

Esto me hace pensar que auque a veces puede ser tan sencillo llegar casi a tocar el cielo con las manos, por el contrario, en el país de la abundancia resulta mucho más difícil dar a las cosas que tenemos su justo valor.

En ningún momento pretendo hacer ninguna comparación entre el ayer y el hoy, pues los cambios experimentados en las últimas décadas, han sido tan  rotundos que cualquier valoración comparativa resultaría enormemente compleja.

Hasta hace poco tiempo vivíamos en una sociedad cerrada, sometida al territorio, del que sólo se podía escapar a través de la emigración; una sociedad totalmente condicionada por una economía de subsistencia, dependiendo casi exclusivamente de lo que cayera del cielo, y bien sabe Dios que caía poco. 

Así, pues  pienso que debemos estar contentos de habernos podido soltar del rabo del  camello, aunque nunca debemos, olvidar de donde venimos. 

Recordar todo esto ha sido un  ejercicio gratificante; y me alegro de haber aceptado el reto pero no daría ni un solo paso  atrás. Recuerdo lo pasado con  cariño, pero sin nostalgia. 

Sí la siento por las personas que se han ido, pero es ley de vida y llegado a este punto quiero recordar una frase de mi padre: "quien diga que antes se vivía mejor, o es tonto, o ha perdido la memoria".