PUEBLOS / Arrieta

 

Fuente: La Provincia -  7 de Octubre de 1972

 

Arrieta, caserío de pescadores

  (A Óscar Torres Berriel)

 

Por Pedro PADRÓN QUEVEDO

 

Quizás nada diga este nombre porque es casi desconoci­do ese lugar marinero asentado en la costa Este de la Isla de Lanzarote frente al cruce de la carretera general del Norte, camino de los Jameos del Agua y Cueva de los. Ver­des, que nos conduce al fértil y sugestivo Valle de Haría.

Mas los que hemos tenido la suerte de conocer tan gra­to lugar en cualquier momento de la vida, sea de día con un sol intenso o en la noche bajo el agradable resplandor lunar y por circunstancias quizás casuales, ha dejado un perenne recuerdo a su visión. Es un bello lienzo marinero que los pintores Sorolla o Zuloaga, o el canario Manolo Ruiz, hayan podido captar de cualquier lugar bañado por el inmenso Océano.

En una noche de verano, llegar a Arrieta, cuando la Luna andando por un infinito azul sin nubes envía su resplandor blanquecino sobre las tranquilas aguas del Atlán­tico, los encantos de este rincón marino son maravillosos.

A su corto y típico caserío pescador, enclavado cerca a la orilla del mar, le serpentean estrechos callejones, todos convergentes en la playa, que sólo dan paso a los barquillos cuando se varan lejos de ella, para qué descansen de su movedizo andar; durmiendo bajo el sentir de un arrullo armo­nioso que el mar, les ha donado durante su estancia en él... Al verles tan unidos, nuestro pensamiento, bulle hacia ese mar ondulante, tranquilo y sereno, porque es donde viven y donde luchan en pos de la pesca, con velas o a remo, cuando al aclarar de cada día se les ve alejar, esfumándo­se su estampa de bello colorido.

Por uno de esos callejones, muy angosto, que desemboca en el muelle a través de un atractivo recoveco, se contem­pla la Luna cual/espejo en el mar con su resplandor, se ven barcas- fondeadas; hay una cuyos remos quiebran el silen­cio; la noche le ha pillado en el caminó azul; ya atraca y muy pronto quedará, también sola, volteándose a merced de la brisa al quedar prisionera del mar por medio de su pótala.

Sin llegar aún al muelle, desde lo alto del callejón, —la costa es algo escarpada—, vemos la silueta desfigurada por la acción del  tiempo y del olvido en que se la tiene, de la grúa estática y herrumbrosa, cual escultura de nuestro gran artista canario Martín Chirino, el hombre que con el hierro crea; es símbolo de un pasado en el que tuvo vida y acción; la escalera, roídos sus peldaños, y el mar, suave, baña su costado en movimiento constante. Su visión recuerda aquellos versos del amplio sinfonista del Atlántico, como le consignara en su busto el genial Vitorio Macho, al Poeta Tomás Morales dedicados a su Puerto de Gran Canaria... "y el leve chapoteo del agua verdinosa / moviendo los um­brales del malecón dormido".

El olor, a marisco es intenso; satura al caserío pescador de Arrieta y les inyecta a sus hombres en la acción de pes­car. La mar va subiendo y sumerge la orilla, donde sus aguas juegan en la pared y tintinean en sus cavidades en movimiento rítmico y sonoro en su ir y venir constante.

Todo es silencio: el ruido de los autos, el clamor estrepitoso de unos discos, el campaneo angustioso de una máquina eléctrica, en Arrieta aún no existen; la luz casi no ha llegado a todos los lugares, no hay contaminación, se respira pureza, su vida tranquila y pacífica, los hombres de mar siguen su tarea romántica, luchan con él, juegan en la taberna bajo una, mortecina luz al regreso de sus faenas; una ronda, quizás una  zanga o cualquier otro juego de simple entretenimiento en el que sus seres se sienten felices porque
han ganado el jornal del día en su lucha titánica sobre el mar. 

Y en otro día que amanezca en Arrieta, con los encan­tos boreales y un mar infinitamente cautivador, los hombres del caserío pescador se harán a la mar en sus barquillos, -sintiéndose muy dichosos; hasta aquel en que a su regreso vean, postergados, su forma de vivir con eso que hoy llaman complejos turísticos. La fisonomía de ese típico rincón pes­quero va desapareciendo con la pala y el cemento; lo que formaba sus modestos hogares y los callejones llenos de re­cuerdos con el mar al final del caserío.

 

Arrecife, octubre de 1972.