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Fuente: EL DIA, Santa cruz de Tenerife. "Letras Canarias" al cuidado de Elfidio Alonso. 1974

 

Digo sinceramente que creo en la palabra, en el verso. Úl­timamente he puesto toda mi confianza en él. Y es que, si digo la verdad, la palabra siempre me ha fascinado, el verso me ha impresionado. Sin embargo, a veces, surgen ver­sos terriblemente verdaderos, serios y fríos como la noche. A veces el poeta se olvida de su vieja condición de rapsoda trasnochado y se vuelve asom­brosamente desafiador de la realidad monstruosa que nos rodea. El poeta en ese momen­to se pone en pie, levanta el brazo derecho —o el izquierdo— (uno a veces olvida esos pequeños detalles» y afirma a voz en cuello que «la vida ha de ser razonable: / cam­bio concesiones por billetes / billetes por amor / amor por soldad.

No debemos tener miedo, pues, a las palabras. Más aún, habrá que creer en ellas. Un poema horroroso es una espe­cie de circunvalación de nues­tro propio yo. Esa puede ser la terrible verdad de la que todos huirnos. Posiblemente el hombre no nació para ver una realidad tan cruda, tan decepcionadamente desnuda. Es posible que el poeta tampoco haya nacido para amarnos de es­ta manera, para hablarnos con tanto descaro, pero... qué más da, cuando el hombre se obstina en vivir como «corresponsales plenipotenciarios» y «nos informan que son portavoces de Hombres Enormes», al poe­ta no le queda otra solución que la de salir a la calle con sus poemas del hombre-nuevo-solo-vampiro-sabelotodo bajo el brazo y en un momento de descuido soltarlos en plena plaza central e inmediatamente echarse a correr calle abajo. Corre el peligro, no cabe duda, de ser atrapado por el fiel guardián del orden y la cultura. Esto puede traer innumerables problemas, pero vale la pena arriesgarse; el riesgo siempre fue patrimonio de los que viven al margen de lo razonable, de lo lúcido, lo que puede ocurrir ya está pen­sado de antemano, con ante­rioridad de sigilos: Que los Hombres Enormes se rían por lo bajo del poeta. Pero... qué más da. ¿Es que acaso él no lo sabe? He ahí su respuesta: « ¿Y si a través de mi único beso transmitiera / lo poco que me importan / las carpetas de cuero de los ejecutivos?».

Bien, lo cierto es que están ahí, prendidas del aire, las palabras del poeta. No convendría  acercarse   demasiado a ellas, a menos que aún nos quede algo de heroísmo, por­que los versos suelen fustigar y herir al curioso, al despre­venido, a quien todavía no se ha dado cuenta que la vida es todo aquello que está detrás de los escaparates, de los enormes anuncios de neón.

Si alguien, cualquiera que sea su estirpe o raza, se acer­cara y fuera cercenado por los versos, que no venga con quejas. Las cosas hay que to­marlas como son; que no hu­biera sido tan bobo, que hu­biera pensado mejor las cosas antes de acercarse. No se ad­miten reclamaciones de nin­gún tipo, el poeta sólo es cul­pable de su valentía, de su riesgo, todo lo demás cae fuera de sus posibilidades.

Si alguien tiene el libro «horroroso» entre sus manos que no lo destruya, que aguante hasta el final, que se atenga a las consecuencias, porque ma­lo es abandonar un libro cuan­do nos empieza a quemar entre las manos y en la parte norte del alma. Este es un libro para héroes, héroes de cualquier cosa, de cualquier batalla siempre que haya sido incruenta. Es un libro en el cual hay que confiar hasta el final aunque nos pese. Si olvidamos por un momento la idea del horror, corremos el riesgo de convertirnos en estatuas de sal, por esto es interesante creer en la palabra, en el verso. Es la única solución aunque se nos destruya el último concepto trasnochado de be­lleza y felicidad.

Cuando el poeta se convier­te en devastador, en asiduo vi­sitante de los subsuelos, cuan­do airea penosamente las viejas banderas carcomidas y apestando a podredumbre, hay que respetarlo, no digo de in­clinarse a su paso, no, pero al menos habrá que guardar si­lencio, un profundo silencio de respecto. ¡Qué más da el mo­do de llevar la bandera! Lo que interesa en este momen­to es que la lleva. Está sucia, de acuerdo. Hiede, de acuer­do. Está derrengada y rota, de acuerdo, pero no es culpa del poeta. No es su culpa que la haya dejado tan maltrecha. El sólo ha cumplido con su de­ber: sacarla al aire, tal como estuviera, escribir los versos, salir a la calle y echarlos al viento.

 

Nazario DE LEÓN ROBAYNA

 

(1) «Poemas horrorosos». Juan Pedro Castañeda. Editora C. S.L. Tenerife. 1975.

 

 

 

 

 

 

 

 

 
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