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Fuente: La casa que me habita

 

 

LA TIERRA

                            

 

El árbol tendido siente

de golpe

un latigazo de luz. El pecho,

frágil de acumular ansias,

vuelca hacia los nortes

todas las esperanzas retenidas

a estas horas de la noche.

Un lecho de playas y algas

ondea al viento cálido

sus sábanas de espuma azul

para que el esposo

-árbol en pie-

etenga hasta la eternidad

la fragancia sutil de los peces.

Y el esposo

-hombre en pie como un árbol­

arranca, a manotazos toscos

el cúmulo de estrellas que cabrillean en el cielo

y guarda, con cuidado, la que entre todas

más rutilante brilla

en el célico infinito.

La esposa

-tierra fértil de enebros y besos-

yace, tendido el cuerpo,

en el tálamo tibio

de algas y piélagos.

El árbol

-hombre en pie como un esposo

­se sumerge a intervalos cíclicos de labios

en la corteza fina

de la tierra

-esposa fecunda de sauces-

y un tumulto de olas voraces

enarbolan sementeras de espumas

en el pubis angosto de su talle.

El mundo voltea su norte

hacia el universo más infinito

cuando el hombre se lanza al vacío

de brazos, besos, vientres y venas.

Mientras la esposa retiene en su regazo

los nácares más blancos del Océano,

tiende las manos al amado

y el árbol cae de bruces, cercenadas las lágrimas

sobre la esposa.

 

Rompe el hombre el llanto de los ojos

porque la tierra

-fértil de sándalos y azándares-

vuelve con un río de abrazos

entre sus pechos

y cubre silenciosa

el cuerpo inerme del poeta.

 

 

 

 

 

 

 

 

 
NAZARIO DE LEÓN ROBAYNA

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