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Fuente:  Litoral nº 3

 

 La escapada

 

 

Lo voy a contar al hilo. Tal como ocurrió. Tal como él me lo fue contando.

Yo lo conocí cuando apenas tenía siete años. O tal vez diez. Era flaco y triste, tímido como los conejos. Los enormes ojos negros le saltaban de la cara como dos fuegos a punto de extinguirse. No eran llamas, era más bien una mirada escurridiza, floja, pero los ojos eran grandes y hermosos. Los labios rosados y finos hacían de su cara una belleza extraña y frágil como de porcelana. Vivía en un pueblo del interior, de esos que fueron apareciendo, sin saber cómo, con la última oleada de náufragos.

El chico era despierto y desde pequeño se le notaba cierta afición a los libros y a las iglesias. Después las cosas cambiaron y el muchacho se volvió relajoso y mal educado. ¿Para qué le voy a mentir?

Nació en la época de la miseria, cuando el hambre se enseñoreaba por la isla como única dueña de hombres y tierras. Mala época para casi todos. Escapaban los pocos que aún no habían dilapidado sus dineros en hembras de mala reputación o en el juego. Y algunos más. Ya digo, pocos escapaban. Los más huían de la isla buscando mejor vida en otros lugares. Cuba era el lugar al que todos querían llegar. Y hubo quien se hizo rico allí. Por lo visto.

Como le estaba diciendo, quedó huérfano de padre a los cinco años y el chiquito comenzó, desde ahí, a pasar hambre. Hambre de comer. Y la cosa cada vez más apurada. Y el hambre empujando fuerte. Cabroneando. Y la criatura comiendo cal de las paredes, hurgando con las uñitas destrozadas en los desconchados de la sala. Así creció. Hartándose de hambre y de lágrimas. Tenía siete años cumplidos cuando el cura se lo pidió a la madre para que le ayudara a decir misa. Él, a cambio, le enseñaría a leer y a escribir.

-.Mi hijo lo que necesita es pan. -Se lo espetó así, a la primera, sin darle tiempo a reaccionar- Cuando tenga algo de comer que ofrecerle a mi hijo, hablaremos.

Y el cura se fue con la rabia mordiéndole la boca del estómago, tramando venganzas, doliéndole el alma de tanto odio e impotencia. No era ésta la forma de tratar a un representante del Señor. Y la boca se le iba quedando amarga y seca. Jamás se llegaría a ningún lugar si la gente no anteponía la cultura al estómago. ¡Infelices! Si supieran la felicidad que da el saberse culto... Y la rabia le volvía como un acceso de vómitos.

El segundo domingo de cuaresma volvió el cura a la casa y le ofreció por el chico una comida entera los domingos y festivos si ayudaba en las tres misas, y un trozo de pan y una cebolla el resto de los días si le acompañaba en los viáticos, entierros y visitas a los moribundos. Larga fue la negociación. Al final el trato se cerró de forma satisfactoria para ambas partes: tres comidas enteras a la semana y el resto de los días un pan grande y dos cebollas.

Pronto aprendió a leer y a escribir. Era diligente y callado. Buen trabajador en la casa parroquial y aplicado en los estudios. Pero el humo del incienso y de la cera le fue apagando el gusto por las imágenes sagradas y la iglesia le aprisionaba el corazón. Comenzó a soñar con otras tierras, con otros lugares donde la gente fuera más alegre, donde se pudiera reír y gritar y correr por el campo. Soñaba con la libertad.

Fue por esto que decidió marcharse del pueblo sin decir nada a nadie, sin despedirse, pues nada de lo que allí había le era querido.

Salió temprano, después de la misa de cinco. Era invierno y el sol aún tardaría en salir. Cogió los trozos de pan y las cebollas que había ido reuniendo durante la semana, se puso la chaqueta de dril raída que heredó de su padre y salió sin ser visto.

Corrió, saltó, brincó, dio volteretas sobre la hierba mojada, se subió a las higueras, a los morales, a las paredes.

Jamás imaginó que la libertad tuviera el mismo sabor que la felicidad.

El cielo estaba despejado y un sol de paño rojizo le comenzó a calentar el cuerpo. De pronto se dio cuenta de que tenía hambre. Se sentó sobre la hierba húmeda y se comió la primera cebolla y el primer trozo de pan.

El día se le iba yendo sin darse cuenta. Tenía los ojos llenos de mar, de luz, de isla. Al atardecer se subió a una pequeña colina de arena negra y se quedó mirando, extasiado, el horizonte. No era el mismo que estaba acostumbrado a ver todas las mañanas cuando salía el sol. Este era el otro, en el que se ponía el sol. Nunca había imaginado que el sol se escondiera también en el mar. Siempre lo había visto ocultarse detrás de las montañas rojas de su pueblo.

En pie, destocado, con la brisa dándole en la cara, contempló maravillado cómo el sol se iba hundiendo, sin aspavientos, en la línea final del horizonte. Nunca pensó que existiera tanta belleza. Cuando el sol se puso, se tendió sobre la ceniza áspera del volcán y se echo a la boca el último trozo de queso que le quedaba. Del que le dio el pastor en el valle de las Nieves.

Se le vino la noche mientras contemplaba el otro horizonte. El del poniente. De repente se dio cuenta que estaba solo, a oscuras. Y el miedo le entró en el cuerpo de niño como un cuchillo de acero. Ni una estrella, ni una luz, ni una voz humana. Perdido en la noche, caminó sin rumbo, huyendo del miedo, de la oscuridad, del silencio. El frío ya se le estaba metiendo en los huesos cuando oyó ocho campanadas, nítidas, frescas. Gritó de alegría y echó a correr sin saber a dónde, siguiendo el sonido de las campa­nas. Llegó a la Villa jadeando y la encontró desierta y silenciosa. Le dolían los pies y las manos. El cuerpo le tiritaba. Se acurrucó en el quicio de una puerta y se quedó dormido.

Despertó en una hermosa cama de morera tallada. Un anciano estaba sentado a su lado y le sonreía.

Y así fue como comenzó una nueva vida para ambos.

El viejo Clavijo vivía solo, en una enorme casona del siglo XVIII. Había gastado parte de su fortuna en el juego y las mujeres, pero seguía teniendo buen ojo para los negocios que le producían más de dos mil duros de renta al año. Los pocos amigos que tuvo se le habían muerto y ahora la soledad le iba comiendo la vida poco a poco, lo iba volviendo achacoso y triste. La llegada del chico cambió las cosas, volteó la vida del viejo. Le entró, sin querer, un nieto en la casa y esto, a esa edad, se agradece. Y se encariñó con el muchacho.

Lo tuvo en su casa de La Villa el tiempo suficiente para que se recuperara, luego lo devolvió a su madre. El chico lo iba a visitar siempre que podía. Dos años después dejó la casa materna y se fue a vivir con el viejo. Tenía todo el día para él y lo gastaba leyendo, escribiendo u oyendo al anciano contar sus historias de juventud.

Con el tiempo al muchacho se le fueron presentando las maneras cambiadas. Quiero decir que se le cambiaron las maneras, los modos. Los gustos. Y el viejo Clavijo se reía. Un nieto marica. Y se volvía a reír. Y el chico no ocultaba lo que era. Y ahí empezó lo duro.

Quienes en la isla lo conocíamos lo aceptábamos porque el muchacho era listo y tenía su gracia. A veces bajaba al puerto para ver llegar los veleros que venían de Inglaterra. O de Cuba. Y casi siempre encontraba con quien pasar la noche. Cuando las cosas se le daban mal, iba al Sitio del Cabrerón y allí pasaba toda la noche. Ahí comencé a entrar en amistad con él. Hablaba limpio, como los curas, pero más bonito y de otras cosas. No era como Camilo que escupía fuego con las palabras, el muchacho hablaba como los libros. Y hacía versos.

Algunas noches nos quedábamos solos en la cantina de Rosendo y hablábamos de la isla. Yo le contaba cosas de los primeros náufragos y él siempre dándole la vuelta a lo mismo: Tenemos que salir de esta isla, Guincho. Esto me asfixia. Tanta insensatez, tanta incultura, tanta mezquindad. Tanto aislamiento. Tenemos que ir abriendo caminos, Guincho. Desde que pueda reunir dinero para el pasaje, me voy a Cuba. Y Siempre terminaba hablando de los mulatos que se bañaban desnudos en Varaderos, de lo feliz que iba a ser viviendo en completa libertad, lejos de la isla donde había pasado los mejores años de la vida y que tanto le había hecho sufrir. Ya digo, soñaba despierto con los negros de Cuba.

Supe por Leocadio el de la Mareta que el cura no desaprovechaba oportunidad para zaherir al pobre muchacho. Hasta en el pulpito lo calificaba de perverso y degene­rado nombrándolo por su nombre: Hasta que no logremos entre todos arrojar de la isla a este degenerado, corruptor de la familia, putrefactor de las santas costumbres; hasta que no consigamos hundir en su propio fango a este hijo de Satanás y prostituta que todos conocemos con el nombre de Bernardino -aunque mejor sería llamarlo Luciferino-; has­ta que no consigamos, queridísimos hermanos, regenerarnos con la expulsión de este monstruo llamado Bernardino, no podremos vivir en paz en la isla. Hagamos nuestra buena obra diaria escupiéndole en la cara cuando nos encontre­mos con él en el camino, para que, muerto de vergüenza, abandone la isla cuanto antes.

el hombre sufría con estas cosas. Y las gentes, que antes lo respetaban, ahora comenzaban a odiarle y a temerle como a la peste.

él se vengaba a su manera: publicaba, donde podía, versos irrespetuosos contra el cura y lo que éste representa­ba. Fino el hombre escribiendo estas cosas. Y gracioso. Y en las noches de parrandas nos reíamos con sus versos blasfe­mos.

Una tarde fría de octubre murió su madre, sola, en el pueblo. Como había vivido. Sólo unos cuantos fuimos a su entierro porque, desde hacía tiempo, sus vecinos la habían enterrado en vida por ser la madre de un maricón que no se avergonzaba de serlo.

A partir de esta fecha compartía la casona de Clavijo con la mía. Todos los domingos y fiestas de guardar bajaba al Puerto, a veces solo, a veces con el anciano y se quedaba, casi siempre, en mi casa de la Molina. El viejo se había convertido en su padre y yo en su amigo.

Una noche de febrero murió el anciano. El cura y algunos parientes lejanos venidos de otros pueblos, no se habían despegado de la cama desde media tarde. Un fuerte olor a incienso y a cera salía a bocanadas de la habitación. Nosotros estábamos en la cocina bebiendo anís y comiendo galletas inglesas. A veces el muchacho se acercaba al dormitorio donde agonizaba el viejo y al poco rato volvía para hacer algunos irreverentes versos sobre el cura y los duros de plata que iba a heredar la iglesia. Al fin y al cabo esa era la costumbre: cuando alguien mona sin herederos, testaba a favor de la parroquia.

Pasadas las diez de la noche, el anciano mandó llamar al muchacho. Yo lo acompañé hasta la puerta. Desde allí lo observé todo. El viejo le cogió la mano e intentó decirle algo pero, por lo que me pareció, las palabras se le quedaron atravesadas en la garganta. Se miraron a los ojos hasta que dos lágrimas de sal se le saltaron al anciano. La habitación apestaba a sudor, anís y humo. Al cabo, el viejo se incorpora majestuoso, y los dos se funden en un abrazo final. Bernardino desprendió, suavemente, los brazos sin vida del anciano, lo tendió en la cama, le besó la frente, salió de la habitación desparramando las lágrimas por el suelo y se marchó de allí sin decir nada.

Yo lo dejé marchar porque sabía que ya nada le unía a aquel lugar. Había perdido lo único que había amado. Lo único que le ataba a la isla.

El reloj de la iglesia había dado las nueve cuando llegó el notario. En la casa sólo quedábamos el juez de paz, Agapito el de la funeraria, el cura, los parientes que habían venido a ver morir al difunto y yo. Quedó el notario en reunirse con todos nosotros -Agapito y yo iríamos de testi­gos- a las ocho de la mañana del día siguiente en la notaría.

Cuando terminó la lectura del testamento, me fui a la cantina y pregunté por Bernardino, pero nadie supo darme noticias de su paradero. Estuve buscándolo hasta que Marciliano, el sorchante, me dijo que lo había visto en el Puerto, medio borracho, en la cantina de Rosendo. Allí lo encontré al alba y allí mismo se lo conté todo. Hilo por pabilo: que el cura había dicho que podría asistir al entierro porque tenía que bajar, sin falta, al Puerto; que salió del despacho del notario resoplando; que el entierro sería después del Tercio; que los responsos los diría el cura loco del convento de San Francisco; que el viejo había puesto todas las cosas, una por una, en el testamento: los tres mil duros de plata que tenía en el banco, la casona de la Villa y las tres casas terreras del Puerto, las treinta y siete fanegadas y media de tierra cultivada, las veintitrés de pedregal, la tahona, los cuatro camellos morunos y la camella blanca, el caballo árabe, y no sé cuántas cosas más; que el notario había dicho, cuando leyó el testamento, que aquello era una locura.

También le dije, porque era verdad, que el viejo se lo había dejado todo a él. A Bernardino, quiero decir.

 

 

 

 

 

 

 

 

 
NAZARIO DE LEÓN ROBAYNA

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