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Fuente: EL DIA, Santa cruz de Tenerife. "Letras Canarias" al cuidado de Elfidio Alonso.
7 de Septiembre de 1975

 

 

EL MILAGRO
 

Una mañana apareció por allí montado en una bicicleta que remolcaba un pequeño kios­co de madera. Lo detuvo en medio de la pla­za. Era un vendedor de milagros y mentiras. Llevaba un sombrero de cuero negro y dos revólveres a la cintura. Cuando un lunes, día 16 de marzo, abrió por primera vez el kiosco de milagros y mentiras a mitad de precio, to­das las beatas que nunca quedaron preñadas por miedo al dolor del parto, lanzaron peque­ños boletines eclesiásticos acusándolo de anatema y endemoniado. A los pocos días to­das las beatas quedaron preñadas y no tu­vieron miedo a parir. Los periódicos ponían en las portadas pequeños artículos literarios sobre tan tremendo milagro. La gente salló a la calle con diminutas banderas multicolores cantando el himno de la salvación. ¡Dios guarde y bendiga a nuestro salvador! ¡Que el cielo lo proteja! ¡Dios está con nosotros, nos ha dado la señal que necesitábamos!

El pueblo fue muriendo de hambre poco a poco mientras seguían cantando los him­nos de salvación. Los muertos se iban acu­mulando en una esquina de la plaza. Los más osados pedían nuevos milagros, otra señal. Un día cualquiera comenzaron a caer del cie­lo latas de carne made in usa. Era el gran maná de dios, decía. Algunas veces acompa­ñaba a este maná latas de cerveza, televiso­res y lavadoras made in usa. Era el gran mi­lagro, la gran señal. Estaban salvados.

Los muertos ya podridos, hedían deses­peradamente. Los perros y los cuervos ahi­tos de tanto comer dormían tendidos al sol, felices, en medio de las calles.

El milagrero obligó a las gentes a ente­rrar a los muertos, mientras él levantaba un altar y quemaba ramas de eucaliptos y lau­rel. Una vez terminado el sacrificio se pro­clamó a sí mismo santo patrón del pueblo. Ese mismo día amplió el negocio de mila­gros y mentiras. Se compró un inmenso re­volver de quinientas balas y mandó a bus­car ciento veinte y dos negros de las sel­vas africanas. Podría adulterar así sus mila­gros poniéndole grandes porciones de bruje­ría negra.

Poco tiempo después, cuando el negocio estaba en todo su apogeo, regaló al alcalde y al cura dos grandes milagros sin adulterar, (Por esa época los milagros habían subido, según la norma del milagrero, un trescientos por cien). Pronto se hicieron las escrituras y le era vendido la mitad del pueblo. El acta de ventas la firmó el cura y el alcalde.

Era el aniversario del santo patrón del pueblo. Lo vistieron de amarillo y le pusieron en la cabeza una corona azul de flores sil­vestres. La banda de música —Había ensaya­do durante meses enteros— tocaba la sinfo­nía número tres de Beethoven. El cura se pu­so la ropa nueva y el alcalde encabezaba la procesión.

Ese día el santo sacó de una de sus tien­das un gran milagro sin adulterar y lo repar­tió por el aire mientras era llevado sobre un trono de oro macizo. Inmediatamente comen­zaron a bajar del cielo una nube de ángeles marimachos tocando con sus trompetas y cí­taras músicas celestiales. Le seguían un coro de vírgenes vestidas a la última moda, con gafas de sol y pequeñas bragas de espuma, cantando himnos de los cielos, mientras re­partían entre la muchedumbre baratijas y re­lojes de pulsera falsificados.

Una vez llegada la procesión al atrio del templo, el ángel mayor, de cabellera rubia, pantalón blanco y pistola —una Star 49— al cinto, comenzó la letanía sagrada en honor al milagrero.

—Alabado sea el sancto benedicto.

—Sea por siempre bendito y alabado.

—Alabados sean totes les ányeles del cieite.

—Sean por siempre benditos y alabados.

-—Alabados sean totes les arcányetles del cieite.

—Sean por siempre...

La multitud se dio cuenta que el ángel no dominaba bien el idioma del pueblo.

— ¡Queremos ángeles de nuestra tierra!

— ¡Ángeles que nos entiendan!

—Así no podrán llevar a dios nuestros ruegos.

—Habrá que hacer una huelga.

—Mejor protestar al obispo.

—No nos haría caso. Lo mejor es echar­lo y que no vuelva por aquí hasta que no haya aprendido bien nuestro idioma.

-Estoy de acuerdo.

—Hablemos con él santo patrón.

—Mejor será esperar a mañana.

—Es preferible hoy.

— ¡Silencio! ¡Silencio, por favor!

Era un ángel pequeñito y con voz de ma­rica.

—Escúchenme un momento, hombres de poca fe, que no creéis en los grandes pode­res de los ángeles y de los santos. Dios os mandará un castigo por vuestra desconfian­za. Nuestro ángel guía sabe perfectamente vuestro idioma como lo sé yo y como lo sa­ben todos los ángeles y santos del cielo. Ha­blo así para probar vuestra fe. Habéis peca­do contra Dios que está en las alturas. Estáis ya condenados de antemano en la tierra. ¡Arrepentíos hombres de poca fe!

El ángel terminó de hablar con un gesto de enfado un poco cómico. Hubo un momen­to de risa burlona en los aires. El milagrero en un momento de arrebato gritó con todas sus fuerzas: ¡Se acabó la letanía y la proce­sión. Todo el mundo a sus casas!

La multitud se fue retirando poco a poco.

Por fin el santo patrón decidió despachar a los ángeles de una puñetera vez.

—Otro error como este y les despido.

—La culpa no ha sido nuestra, dijo el án­gel que hablaba perfectamente el idioma del pueblo.

—Excusas, siempre excusas. ¿Es que no saben decir otra cosa?

—El ángel guía que iba a venir se nos en­fermó, por eso tuvimos que traer a este que estaba de vacaciones.

— ¡Fuera, fuera todos! ¡Largaos de aquí!

Los ángeles desaparecieron haciendo un ruido infernal. El santo patrón bajó del trono se quitó aquella túnica amarilla y completa­mente desnudo se encaminó a su casa. Se sentía fracasado. ¿Qué hacer ahora? Llama­ría al alcaide y al cura. Les diría que los án­geles del cielo están realmente enojados con el pueblo. Vendrán un día y nos sepultarán en los escombros de nuestras propias casas. Inventaría nuevas mentiras, haría nuevos mi­lagros si era necesario, pero les haría ver que él, el milagrero, era el único dueño del pueblo. Se gastaría el dinero que hiciera falta para hacer nuevos milagros, mataría a to­do aquel que se opusiera. Tendría dentro de muy poco tiempo a todo el pueblo sometido y rendido a sus pies, pidiéndole perdón, gri­tándole que tuviera compasión de ellos. El los miraría desde su trono sin decir palabra. Dejaría que la gente se volviera loca pidien­do perdón. Esa sería la gran venganza que guardaría para aquéllas gentes que, hasta ha­ce un momento, se reían de él.

Haré un gran milagro, el mayor de toda la historia. Se proclamaría único, eterno, santo y verdadero patrón del pueblo con plenos poderes en la tierra y en el cielo.


 

 

 

 

 

 

 

 

 
NAZARIO DE LEÓN ROBAYNA

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