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Fuente: EL DIA, Santa cruz de Tenerife. "Letras Canarias" al cuidado de Elfidio Alonso. 1974
 

UN PAÑUELO BLANCO ATADO AL CUELLO

 

No puedo soportar que la gente lleve un pañuelo blan­co atado al cuello. ¿Qué quie­re que le diga? No lo sopor­to. En la guerra, por ejemplo, nos obligaban a llevarlo siem­pre puesto. ¿Sabía usted que nosotros, los de caballería — porque yo pertenezco al ar­ma de Caballería— llevamos un pañuelo blanco atado al cuello? Pues sí. Es más o me­nos como ése que lleva usted. Le decía que no me gustan los pañuelos blancos en el cuello, son la causa de todas las desgracias. ¿Se da cuen­ta? Lleva usted el destino entre sus manos. En sus ma­nos está el desprenderse o no del pañuelo, el superar o no las desgracias.

En la guerra me pasó algo que quizá le interese saber, No es que me   cayera   mal aquella chica ¡Qué va! Me caía muy bien y además era muy guapa al menos a mí me lo parecía. Lástima que llevara aquel pañuelo blanco, Yo se lo advertí, se lo pedí por favor, le dije que dejara aquel pañuelo. Sabía que le iba a traer desgracias, aunque si le digo la verdad, nunca supe porqué el pañuelo trae tanta desgracia. En realidad tampoco   me   interesa gran cosa.

Fíjese que se lo dije una y otra vez,  incluso hablé con su madre. No, no era la madre, ahora recuerdo que no tenía madre. Seguramente era algún familiar o quizá   una amiga. Se lo repetí una y otra vez, pero ella me tomó por loco, no es que me lo dijera, es que se lo notaba en los ojos, en la mirada.

Sé que usted me va a reprochar que la ma­tara porque no quiso tirar el pañuelo, pero no fui yo quien la mató, fue el destino.

Un día la vi que estaba so­la en un cementerio. No ha­bía cruces, pero estoy seguro de que erg un cementerio. Es­taba sola, con su maleta co­lor verde-claro y su traje nue­vo. Llevaba el pañuelo blan­co. Ahora no recuerdo si le quedaba bien o no. También creo que esto no tiene esa mayor importancia, de todas formas vamos a creer que sí, que le quedaba bien, o si lo prefiere digamos que le que­daba muy mal. Cuando me pidió que le ha­blara de mis padres —no sé si esto se lo habré dicho al­guna vez— le dije que no, que yo no había conocido a mis padres, que quizá yo nun­ca tuve padres, que hasta era posible que yo naciera de la tierra, sí, de la madre tierra. No me creyó. Sabía perfecta­mente que le mentía. Perma­necimos un infinito momento en silencio. Quizá usted no entienda esto del infinito mo­mento, pero no importa. Lo cierto es que durante algún tiempo, no sé exactamente cuánto, estuvimos buscando los cordones de mis botas, ele­mento indispensable para mi trabajo. Se nos hizo la noche en el camino. No recuerdo aquella noche, pero ahora me la figuro inmensa, vacía, lle­na de nada, quizá esperando que yo estrangulara a la mu­chacha con mis propias ma­nos para así sentirse acompa­ñada con un muerto. Pobre noche, no tuvo esa suerte. La dejé sola y desamparada, la dejé sin una muerta estrangu­lada, casi con miedo al vacío que llevaba dentro. A veces veo pasar aquella noche —es­to siempre ocurre en las no­ches— por delante de mi ven­tana, triste, seca, enjuta y vie­ja. Me mira con dolor, quizá hasta con odio. Es fácil que recuerde aquella vez que la dejé en la inmensidad del firmamento. A lo mejor no era como yo la siento ahora. Puede que todo esto sea in­vención mía, puede que in­cluso esa noche no fuera no­che. Bueno, sé que esto es una tontería, pero se puede dar. Lo cierto es que pasamos la noche en el camino. Ella abrió su maleta de color ver­de-claro y sacó una pequeña cama de madera blanca. En realidad no era tan pequeña, podían caber tranquilamente veinte y dos personas con sus respectivos sueños. Lo que quería decirle es que aquella cama de color blanco, apenas era un punto en la inmensi­dad del cementerio sin cru­ces.

Antes de acostarse estuvo rezándole a ciento veinte y ocho santos y treinta y seis vírgenes. Me desesperaban tantos rezos. Por un momen­to se me ocurrió estrangular­la mientras elevaba al cielo aquellas plegarias. Flexioné varias veces los dedos de las manos para que estuvieran más ágiles y fuertes en aquel momento decisivo de su estrangulamiento. Le acaricié el cuello. Mis dedos se iban hun­diendo en su garganta. Las oraciones seguían saliendo im­pertérritas por su boca. Oh San Severino bendito este era el santo noventa y dos— te ruego que perdones todos los males y ofensas que he cometido contra ti, ya sean de pensamiento, palabra u obra. Mi corazón nunca se ha alejado voluntariamente de vos, sino por influencias del mal, ese nial que persigue a los espíritus candorosos como el mío. Te ruego que no me abandones en los momentos de peligro para mi alma...

Más o menos esto es lo que estaba diciendo cuando yo po­nía todas mis fuerzas en los dedos estranguladores. Las palabras cada vez iban salien­do más apagadas debido a la fuerza con que mis dedos iban oprimiendo la garganta. Ya casi no se le oía. Ya emi­tía pequeños sonidos gutura­les. Ya se iba poniendo mora­da debido a la falta de aire en sus pulmones. Fue aquí cuando me acordé de la cruz. La solté rápidamente. Quedó tendida en la cama, boca arri­ba, respirando como una des­esperada. Un trozo de pañue­lo blanco se me había enre­dado en los dedos. Se lo arran­qué sin darme cuenta. Me sen­té en el borde izquierdo de la cama. Su respiración ahora era entrecortada. Tuve miedo de matarla sin una cruz que ponerle en su muerte. Se me ocurrió dormir. Me tumbé y me tapé la cara con un viejo sombrero que llevaba en el bolsillo superior izquierdo de la guerrera. Desperté cuando el sol de la mañana me daba en todo el rostro. Nada, no había nada a mi alrededor. Me refiero que no había nada de extraño en aquel lugar, sólo la cama, la maleta y la mu­chacha. Ella estaba despier­ta. Me miró de una forma ra­ra, sí, rara y poco agradable. Por un momento le tuve mie­do. Creí que me iba a repro­char el haberla dejado vivir.

Comenzó a cantar una vie­ja canción marinera. Era tris­te como todas sus canciones. Tienes una voz muy bonita, le dije no sé exactamente por qué. Los chicos del pueblo venían a mi casa sólo para oírme cantar, pero ya no can­to como antes. Ahora me he vuelto más tris-te, debe ser que siento la muerte muy cer­ca. Presiento que dentro de un poco voy a morir. Sí, estoy seguro, dije, tu vida está lle­gando a su fin. Lástima que una chica tan joven como tú se nos muera, pero el desti­no es el destino. Ha sido ese pañuelo blanco quien ha macado tu destino. Sabes perfec­tamente que pueden cambiar­lo con un simple acto de tu voluntad. No tienes sino que quitarte ese pañuelo. Como puedes ver el destino está en tus manos. Tú eres la dueña de tu destino, de tu vida. No culpes a nadie de tu muerte. Vas irremisiblemente abocada a la muerte 'porque tú así lo quieres. Callé un momento. Respiré profundamente, miré a mi alrededor y no había na­die, sólo la cama blanca, la maleta verde-claro y la chica. Hubiera preferido que en ese momento estuviera allí una gran multitud que me aplau­diera frenéticamente y grita­ra mi nombre todos al mis­mo tiempo. Pero no había na­die. Me levanté. Ella seguía sentada en la cama mirando al suelo o quizá al infinito. Sin saber por qué, también es verdad que normalmente no sé por qué hago las cosas, me dediqué a buscar mis viejos cordones de las botas. Dobló la cama con cuidado, casi ce­remoniosamente y la guardó en la maleta verdeclaro. Se acercó a mí, despacio, me co­gió las manos. La vi que son­reía. Quiero hacer el amor contigo, me dijo. Tú eres fuerte, joven, decidido, anda ven y amémonos juntos hasta que me sienta eternamente fe­liz. Luego me puedes matar tranquilamente.

Bien; lo más seguro es que no me dijera nada de esto, lo más seguro es que ni siquie­ra me cogiera de las manos, pero yo quería que fuera así, quería verla pidiéndome por favor cualquier cosa. Por eso le digo esto ahora, pero no me crea, no hizo nada de lo que acabo de decir, o a lo me­jor sí lo digo pero no me di cuenta.

No sé cuánto tiempo estu­vimos sin hablarnos, puede que incluso fueran varios días. El calor en aquella zo­na del cementerio era asfi­xiante. Los rayos del sol caían vertical sobre nuestros cuer­pos. Yo sudaba de una manera absurda. Tenía que secar las gotas de sudor con aquel pañuelo blanco, símbolo del ejército en pie de guerra. Ella caminaba apaciblemen­te. Me fastidiaba tanta indi­ferencia hacia los rayos del sol. Descansemos un poco, di­jo, quiero darme un baño con agua de rosas; Sin querer sol­té una tremenda carcajada. No hay agua por estos alrede­dores, ¿cómo te vas a bañar? Lo mejor será buscar los cor­dones primero y cuando los hayamos encontrado podemos tranquilamente darnos un ba­ño en el pueblo más cercano. No hizo caso a nada de lo que le dije. Iba sacando de la ma­leta, poco a poco, una gran bañera de cristal color azul. La puso con cuidado en un si­tio cualquiera del cementerio y la llenó, no sé cómo, de agua de rosas. Corría un vienteci-11o seco que hacía más des-agradable aquel ambiente. Se' desnudó despacio —creo que todas las cosas las hacía des­pacio— se metió dentro de la bañera y permaneció allí cin­co horas más o menos. Puede que incluso estuviera más tiempo o que esté allí toda­vía. Cuando la ahogué (en el agua de rosas) no había na­die en aquel lugar.

Nazario DE LEÓN ROBAYNA

 

 

 

 

 

 

 
NAZARIO DE LEÓN ROBAYNA

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