CULTURA:  -- Literatura

 

 

Juan Domingo Betancor
 Socas

Hermelindo Navarro Cardero

Manuel Antonio Berriel Perdomo

 

(...) A distancia relativamente corta emergía el Islote, separado de la orilla por una estrecha y larga franja de mar adornada de verdes musgos, con un colorido y una suavidad dignos de los pinceles del más atrevido pintor. En el remanso de sus aguas yacen unas salinas, donde el aian  humano de obtener estos bellos pero mal apreciados cristales, no ha sucumbido. A su lado la Santa, despensa marina de Tinajo.

Por una casi rectilínea trayectoria y abrazados por el calor del mediodía marchamos camino de Tinajo. El pueblo reposaba tranquilo, sereno, ajeno a toda presencia extraña. Las casas, salpicadas, un tanto aisladas  unas de las otras, siguen la línea de alargadas calles, que vienen a confundirse en la plaza, junto a la cual se alza la Iglesia. Penetramos en ella, era sábado, se revestía de gala; blancos y planchados paños se extendían sobre los altares, las flores se colocaban en sus jarrones, todo parecía brillar en el santo lugar, cuidado con esmero por las jóvenes tinajeras bajo la salida dirección del cura párroco, era el símbolo de un pueblo cristiano.

El pueblo de Tinajo se presenta lleno de esperanzas. Un pueblo inquieto, activo, donde por doquier se respira el aroma juvenil de este pueblo que progresa; donde las calcáreas y arcillosas tierras van dando paso a los enarenados, que cubiertos de magnifico tabaco confirman su fertilidad y su riqueza. Muestra de su preocupación cultural es la creación de nuevos centros de enseñanza, la existencia de un moderno cine, que respondiendo a las necesidades de la técnica actual satisface al más exigente espectador, y su sociedad-casino.

Cuando el sol se ocultaba en el horizonte se elevó a los aires los repiques de un timple y las alegres notas de unas folias; unas jóvenes simpáticas despedían al astro rey con ese trocito de alma canaria que son las folias. Las campanadas del Ángelus caían lentas y sonoras, mientras del corazón de los hombres brotaba el Ave María.

El amanecer era alegre; un cielo limpio, sonriente, era el día del Señor. Las puertas de los hogares daban paso a sus moradores, que presurosos acudían a cumplir el precepto dominical, cuan rebaño sediento a la fuente que saciara su sed, sed espiritual.

Terminada la Santa Misa los jóvenes pasean en su humilde plaza, donde es una necesidad que se le haga portadora de una adecuada pavimentación y apropiados jardines. Como ocurre también en algún otro pueblo de nuestra isla, los jóvenes se reúnen en la mañana dominguera en el local de la Sociedad a oír sus melodías preferidas, las portadoras de sus más gratos recuerdos.

No sabemos con exactitud como ocurrió, pero lo cierto fue que las notas escritas hasta ese momento cayeron en manos de alguien, despertando  la curiosidad  y surgiendo de improviso la idea de una velada músico-literaria. Un piano comenzó a lanzar la alegres y suaves notas de un vals, y el timplillo hizo sonar sus cuerdas, hablando en el lenguaje de las isas y las folias. Hubo un poco de oratoria: emocionadas y ahogadas palabras ante un excelente auditorio. Así terminaba una modesta velada impregnada de alegría.

Cruzando un largo cinturón de casa tomamos la salida. Tinajo quedaba detrás como un rosario que desgrana sus cuentas para dar paso a la plateada cruz, Santuario de los Dolores. En él se cobija la venerada imagen de Nuestra Señora de los Volcanes, madre de Lanzarote, que un día supo defender a sus hijos de las arrolladoras lavas que un volcán vomitara desde las mismas entrañas de la tierra. Una sola mirada bastó para callar al ser infernal y devolver la paz a los corazones que en ella pusieron su fe. A ella acuden cada año, desde todos los puntos de la isla, para sacarla en magna procesión, como un día lo hicieran nuestros antepasados en presencia de aquel monstruo incandescente, que sembraba el pánico y la desolación.

A corta distancia el caserío de Mancha Blanca, vigía perpetuo del mencionado santuario.

Bajo un cielo cubierto de opacos algodones, el compás de los pasos se hacía cada vez más acelerado en ademán de adquirir nuevos conocimientos sobre esta tierra un tanto misteriosa.

Aislados por un inmenso círculo de lava se presentaba ante nosotros un magnánimo espectáculo, una multitud de cráteres mostrando cada cual su perspectiva: unos cortaban su diadema de agudos picachos para dejar paso a una caudalosa cascada de lavas, que en su tiempo debió ser aterradora; algunos con su colorido rojo intenso simbolizan el crimen y la desolación de que fueron testigos y portadores; en otros están aún grabadas las huellas de una terrible explosión, donde se reflejan destellos pardos y rojillos, que hacen revivir en la imaginación del espectador la escena que allí un día tuvo lugar. De pronto la mirada se detiene, y no puede menos que contemplar por un instante  una extensa caldera entreabierta en cuyo interior surgen unos pequeños cráteres, semejantes a nidos de gigantescas aves que allí posan como seres enigmáticos.

Todo esto se ofrecía como una página del libro en el que la naturaleza escribió con letras imborrables el pasado de nuestra isla. Las líneas de estas páginas vienen representadas por alargadas cadenas de conos volcánicos, en que cada uno de ellos es letra de fuego.

Como un buen libro, a quien es casi indispensable unas imágenes para aliviar por un momento  la embriagada vista del lector, la naturaleza lo ha tenido en cuenta, proporcionándonos unos grabados llenos de colorido, donde la fatigada retina puede encontrar el reposo necesario; son estos grabados las verdes y arropadas higueras que sobresalen en aquellas páginas petrificadas.

Al fondo una colina que a primera vista pasaría inadvertida en este mundo lávico, pero una pista y un cartel anuncian su presencia. Junto a ella se alza un pináculo montañoso que como estrella luminosa guía al viajero por este laberinto volcánico. Una vez allí, los pasos se vuelven silenciosos como temiendo despertar a Vulcano de su plácido sueño. Nos encontrábamos en el Islote de Hilario, corazón que aún late, conservando el recuerdo de la terrible escena que la isla viviera en un tiempo no lejano.

¡Extraño fenómeno, que manifiesta su gran intensidad térmica bajo los pies y ante la vista del visitante, como la zarza ardiente que viera Moisés en el Monte Sagrado! Es con mucha razón el monopolizador de las corrientes turísticas, que  arriban a nuestra isla habidas de conocer sus bellezas naturales.

Escalamos el pináculo mencionado, y, ¡qué panorama se percibe desde la cúspide! Por un instante da la impresión de que nos encontramos en un extraño mundo: extensos mares de lava donde se alzan resquebrajados cráteres de multiforme estructura, pareciendo estar representada allí la mitología griega con sus fuerzas y fantasías.

Descendemos por el lado opuesto penetrando en una zona arenosa. Montañas rojas en su totalidad y otras de color verdoso dan a este lugar una belleza indescriptible. El sol lanza sus destellos sobre montañas y valles sincronizando una amalgama de colores dignos de las  cámaras cinematográficas. En la falda de algunas de estas montañas el junco crece y erguido su tallo parece anunciar la presencia de agua. (...)

 

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