GUINATE
Por Sebastián Sosa Barroso
PUEBLOS: Guinate
Fuente: De Lanzarote Ínsula
Desde Ye, minúsculo caserío y muy breve de nombre, si quieres llegar al valle de las diez mil palmeras, hay que pasar antes por Guinate; por este poblado casi siempre pasa un vientecillo que es algo más que brisa marinera; allí, siempre todo parece tener prisa por escapar de algo, aunque sea simplemente con la vista; el mismo viento reinante parece tener ansias locas de esconderse bajo la sombra de una higuera retorcida, de tronco plateado, y de continuos suspiros por una lluvia que cada vez más se le hace más lejana; de allí huyó una noche la esbelta palmera porque sentía pánico de ver siempre, al atardecer rojizo, a un lechuzo seminarista haciendo señas de loco a un búho intelectual; igual rechazo sentía por la abubilla, con su pelambre fatigado entre canelo,
bermejo y amarillo sucio, y su peineta de personaje extraviado de una procesión de Semana Santa. Estas cosas sólo suceden en Guinate, el pueblo brujo y misterioso; aquí, todo parece acontecer como si fuese una guerra primaria, recién acabada, guerra muy prehistórica sin hachas, sin flechas, sin arcos. ¿No sería la primera guerra, tan esencial al hombre, una lucha con signos, con símbolos que sólo sirven para espantar, para arrojar a los intrusos que quieren apoderarse de algo que les llama la atención?
Guinate tiene mucho de espanta-hombres, mujeres y niños. ¿O tal vez sea su defensa para que por allí no paseen los turistas que han invadido la isla?
Por un recodo, allí, la osamenta de un camello recién muerto, es pasto sabroso de una docena de guirres mantúos que picotean sin cesar cabeza, costillas y patas del noble animal; gracias a que una brisa fresca baja desde la auténtica realeza del Volcán de La Corona y discurre a través de enormes precipicios hasta llegar a mojar sus encajes blanquecinos en la orilla del mar.
Y es que Guinate, hijo de Máguez (hijo de Mago) es, en su conjunto, un conjuro permanente de aquelarres, de viejas lunas silenciosas, que pasaron por sus cimas hace millones de años; de cabecitas de muñecas de ojos fijos, condenadas, sin pestañear, a permanecer con los ojos abiertos; en Guinate, las aves agoreras tienden los cables invisibles de la muerte y del silencio. Las tabaibas resecas, los lagartos, las lagartijas, las piedras volcánicas bizcochadas, las patas de conejo disecadas, los espantapájaros con sombreros y camisas de entierro, nos dan la realidad, la triste realidad de un cuadro escalofriante del Bosco. En las noches de luna, cientos de mujeres escuálidas bailan y bailan sin cesar, con escobas, cantando siempre la misma canción:
De Ungrecia semos
de Roma venimos;
No hace media hora
que de allí salimos;
a Walpurgis vamos
por nuestro camino,
a pedir al diablo
por nuestro destino