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Fuente:  Litoral nº 5

 

 Camilo

 

Nos conocimos en la taberna del portugués. Solía invitarme a comer caballas fritas en el Sitio del Cabrerón. Al lado mismo del puente de palo, el que mira al poniente Hombre serio para lo que hay que serlo. Cabal. Enfermo estuve cuando se marchó, huyendo, de la isla.

Nació después de lo de la peste, antes de que Eva dejara la casa abandonada en el pedregal de la molina. Lo conocí cuando era el encargado de la factoría de pescado que los italianos montaron en el puerto. Aún no vivía en mi casa Orealis de Berthenbaderm, la alemana de ojos lánguidos. Me gustaba la muchacha. Y a Camilo. Compartimos su cama y sus entrepiernas durante mucho tiempo. Buen hombre este Camilo. Cuando esto, Delfín se había ido de casa. Desde lo de Eva. Él fue quien me la presentó. Delfín, digo. A la alema­na. Por lo que entendí fueron amantes durante mucho tiempo.

Por esta época yo andaba jodido, solo. En invierno cuando el sol se horizonteaba lenta­mente detrás de las montañas de Benefartos, en el oeste, yo salía, taciturno, a recorrer las pocas calles polvorientas del puerto. Me aburría oyendo a los pescadores hablar siempre de lo mismo. De vez en cuando me metía en el casino que construyeron los ingleses a escuchar, en silencio, los debates en las tertulias de los moros notables. A veces me encon­traba con Delfín y nos íbamos a la calle Virgensanta, donde Orealis. Me aburría, ya digo. Era invierno y yo no sabía a dónde ir. Me iba entonces a la taberna que tenía el portugués en el callejón de piedra. Y allí estaba Camilo.

Hablaba bien Camilo. Aunque fuéramos pocos los que estábamos en la cantina. Pero casi nadie le escuchaba. Al principio. Yo, a veces. Sabía decir las cosas. Las llamaba por su nombre, Y es que Camilo conocía la vida desde dentro. Quiero decir que aprendió des­de chico a meterse con la vida. A agarrarla de frente y voltearla al piso.

Se lo explico. Cuando la bubónica, el puerto quedó casi desierto. La isla se había con­vertido en una trampa mortal para los pocos que nos quedamos en ella. Niños la mayoría. Algunos aguantamos hasta el final. Pocos, claro. No duró mucho la peste Semanas, meses tal vez. Se contagiaba con facilidad y era peligroso acercarse a los apestados. Cuando traje­ron las inyecciones de veneno comenzó a amainar el temporal. Los mataban antes que con­tagiaran a los demás. Buen remedio, decían. Al marido de Enérmedes lo mataron con la inyección de veneno. Orden del brigada, le dijeron. Y ahí se quedó sola. Y preñada.

Camilo nació flaco, orejudo y feo. Hasta los doce años vivió en las calles robando lo que podía y trabajando donde le dejaban. Se crió flaco y sin padre Ruin. Listo como un sargo. Cumplidos los trece comenzó a trabajar de limpiabotas en el prostíbulo en el que trabajaba su madre La Esmeralda'1 era una discreta y alegre casa de citas. Enérmedes co­menzó a trabajar en ella apenas parió a Camilo. El hambre es fea, le respondió al alcalde la primera noche que se acostó con él.

Asustado como los conejos, Camilo no se atrevía a acostarse con ninguna de las mu­chachas de "El Esmeralda". Saciaba su hambre sexual masturbándose mientras miraba por los agujeros de las llaves o mamándole las tetas a su madre cuando ésta, por compasión, lo dejaba.

Su pubertad, ya ve, la pasó mal. Grasiento y lleno de espinillos, hediendo los sobacos y el pene trabajando sin saber por qué. Jodido.

Aprendió a ser ruin desde pequeño, cuando Robertito le quitó el caramelo que le dio Fidias, el alcalde, la noche que éste fue a visitar a su madre por primera vez. Robertito se lo quitó sin decirle nada, sin mediar palabra, a lo bruto. Y encima le meó en los zapatos. Los únicos que tenía. Jodido salió Camilo de aquel enfrentamiento. Aprendió ahí Camilo.

Lo conocí, ya digo, cuando trabajaba con los italianos, en la fábrica que montaron en el puerto. Hacía tiempo que Eva se había marchado con mis ahorros, los que tenía escondi­dos en la tumba del camello. Yo vivía solo. A veces venía a mi casa Orialis, la alemana que prestaba su cuerpo a los visitantes de la calle Virgensanta. A los que pagaban, claro. Vino a vivir a la casa de la Destila cuando supo que no podía cansarla con principio. Con Camilo fue distinto. Se lo presenté la noche que celebramos su cumpleaños. Lo llevé a la calle Virgensanta y se entendieron enseguida. A ella le gustaba porque amaba, sobre todo, su enorme verga de macho, sus juegos, sus maneras. Ella fue quien lo trajo a vivir a mi casa de la Destilaba noche de San Gregorio.

Platicábamos por las tardes, a la caída del sol. Los viernes nos íbamos los dos al puen­te de palo para ver salir el correo, para contemplar el ajetreo de los lanchones llevando y trayendo la carga, trayendo y llevando a los pasajeros. Y siempre, cuando el vapor pitaba por segunda vez, aparecía por el puente de piedra la lancha de la fábrica con la caja fuerte y el capataz mayor.

—       Ahí van más de cinco mil duros de plata, Guincho, y, según mis cuentas, ese no es dinero limpio.

Al principio hablábamos los dos solos. Me gustaba oírle contar cosas, decirlas bien. A veces se nos unía también Delfín. Y hablaban hasta el amanecer. Discutían algunas ve­ces. Y yo, oyéndolos, aprendiendo. Después aquello se fue agrandando. No era como las tertulias de los moros notables. Esto era distinto, más íntimo, más nuestro.

Fue por enero, me parece No había llovido y el hambre rondaba por todas las esquinas de la isla. La pesca no era mala, pero había hambre. Los del interior venían al puerto a enrolarse o a trabajar en las fábricas de pescado. Mucha gente pidiendo trabajo. Mala cosa.

Y  él de encargado con los italianos. En la fábrica. Les pegaban poco. Si no están de acuer­do, váyanse, que hay muchos que estarían contentos con cobrar la mitad que ustedes. Y el italiano se iba tranquilo porque lo que decía era cierto. Y esto a Camilo le revolvía la sangre Sabía de cuentas y él hacía las suyas en una libreta que le regaló Orialis. Una libreta de colores, bonita. Y nos lo contaba: Los italianos se quedan con la mayor parte del dinero, casi el ochenta por ciento de las ganancias.

Y después nos lo explicaba: Orialis, trae diez higos y cinco vasos de vino. Y nosotros atentos a la explicación. Atiendan el ejemplo, miren despacio las cuentas que les hago. Y se iba comiendo los porretos y bebiendo el vino. Nosotros nos mirábamos sin entender. Sólo Delfín en una esquina permanecía sonriente Cuando quedaron en la mesa dos higos y un vaso de vino se levantó despacio, salió a la puerta, se tiró un estruendoso pedo y se sentó de nuevo.

—       Esto es el ochenta por ciento, -dijo serio- yo me como ocho y a ustedes les dejo dos. Yo me bebo cuatro y a ustedes les dejo uno. Y al final me cago en todos ustedes.

Ahora lo entendía bien. A mí me tocó el pezón de un higo y porque anduve ligero. A Lucas ni eso. Me di cuenta en ese momento por qué eran malos tiempos.

Hablábamos de estas cosas en el cabildeo que hacíamos todos los días en mi casa.

Y  ahí nos íbamos calentando las sangres y el cerebro. Allí solíamos estar Remigio el tende­ro, Aspersio, Lucas el del Clotilde, Marciano, Nicomedes el calafate, a veces Delfín, y yo. Cuando atracaba la balandra de Tiburcio el manco, se nos unía en la casa de la Destila Perico Alcántara y Astinencio, el de Cabrerón.

—       No me gusta que las cosas anden tan poco parejas. Tanto para los italianos y tan poco para el resto. Habrá que poner remedio al asunto. A nosotros, al fin y al cabo, ¿qué nos queda por perder?

Y  los ojos se le encendían de rabia. Yo bajaba la cabeza para no sentir el fuego en el alma.

—       Son como los cuervos que se aprovechan del indefenso, del qi 2 se está muriendo Mal bicho el cueivo. Engorda con el hambre de los demás.

Aspersio escupió con rabia la mascada de tabaco. Lucas mantenía fijos los ojos en el suelo. Todos sabíamos que Camilo hablaba escupiendo el alma por la boca.

—       ¿Y cuándo dices que embarcan todas las semanas en el correo? -preguntó esa noche Lucas.

—       Mucho. Unos cinco mil duros de plata.

Y  a nosotros no nos cabía tantos números en la cabeza. Cinco mil duros de plata. Orialis nos trajo vino y cerveza de la cantina de Rosendo. Y nos lo contó: A Casilda

la de Nemesio la echaron de la casa que tenía alquilada a Gumercio patas blancas. Rosen­do lo estaba diciendo en la cantina: Antes la podían haber echado. El que no puede pagar, a dormir a la playa. Si todos nos comportáramos así, esto sería un paraíso y no como aho­ra, que nadie paga. Mano dura y lo demás son gaitas. Sí señor.

Y   ahí se jodió el asunto. Todos nos quedamos callados. Un tenso silencio de plomo recorría la habitación de lado a lado. Nos mirábamos unos a otros sin atrevernos a decir palabra. Nicomedes se sirvió un vaso de vino grande, se lo bebió de golpe y se levantó.

—       Hoy es lunes. De aquí al viernes nos faltan cuatro días -dijo con esa voz de trueno que le salía cuando las cosas estaban feas-, cuatro días bien aprovechados dan para mucho. Mañana hay que venir temprano, no se olviden.

Y se marchó. Se fueron todos. Hasta Camilo.

Pasé toda la noche dándole vueltas al asunto. No pude dormir y me levanté antes que de costumbre ¡Cinco mil duros de plata! ¿Cabrían todos en la cesta chica del pescado? A lo mejor no caben ni en la grande Y la idea no se me iba de la cabeza.

Nadie faltó a la cita. Ni Delfín. El jueves nos quedamos hasta muy tarde Hasta mucho después del toque de víspera.

Y  el lunes Camilo fue a trabajar como siempre Entró en el despacho para firmar como de costumbre y allí estaban todos. Los italianos, el capataz mayor, los encargados, el aboga­do Muriños y el jefe de la Policía.

—       Le estábamos esperando. Pase y siéntese

El abogado Muriños hablaba como si el mundo se hubiera parado en aquel instante

—       El viernes pasado desapareció, durante el trayecto del barco, la cantidad de cinco mil doscientos ochenta y dos duros de plata. La totalidad del dinero que embarcamos en el Correo. El problema es grave, pero no por ello la fábrica se ha de paralizar. Continuare­mos como si nada hubiera ocurrido. Nadie debe saber lo que sucedió. ¿Lo han entendido? -Y fue mirando de uno en uno a todos los presentes- ¡Nadie! Ni sus mujeres, ni sus padres, ni sus hijos. Nadie El jefe de la Policía, aquí presente, nos ha pedido que no se diga una palabra de este asunto. Él personalmente llevará el caso  . La fábrica debe continuar como si nada hubiera ocurrido. Ya lo saben, nadie debe enterarse Pueden retirarse, caballeros. Gracias.

Camilo se levantó despacio mientras un río de satisfacción le recorría el cuerpo y le inundaba cada uno de los agujeros del corazón. Desde su época de "El Esmeralda" no se había sentido tan feliz. Metió las manos en los bolsillos y sus dedos rozaron la fría arista de un duro de plata.


 

 

 

 

 

 

 

 
NAZARIO DE LEÓN ROBAYNA

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