PUEBLOS: Punta Mujeres
Nunca he silenciado mi nombre. Otros, por otros motivos, sí lo han tenido que hacer. Me llamo Francisco Juan. Así consta en los libros y registros..., iba a decir, oportunos, pero la verdad es que, la oportunidad, fue de mi padre que oportuna y sabiamente hizo las correspondientes inscripciones en el tiempo estimado.
Y hablando de tiempos...
Lanzarote
Ya hacía años que no paseaba en coche por la carretera de Trujillo del término municipal de Haría y, sin darme cuenta, he finalizado, después de cruzar Arrieta, en la nueva y espaciosa avenida que han construido frente al Chupadero del pueblo costero y veraniego de Punta Mujeres. Es una bonita avenida de pavimento enlosado. En ella se destaca una moderna escultura mezcla de hombre-barca-volcán-ola construida sobre la roca de un espigón volcánico que se adentra en el mar. En su placa, una borrosa inscripción, dice:
«A todos los hombres y mujeres, mayores y pequeños, que un día llegaron, poblaron y vivieron en esta isla. Y que aún hoy continúan poblando y llegando a estas tierras.»
Durante el recorrido de regreso al pueblo de Teguise; pues acababa de llegar a la isla después de muchos años de no estar en ella, el panel de mi coche me indica con una luz parpadeante la fecha del calendario.
Esa luz va acompañada de música y voz femenina que dice algo así:
«Le recordamos que hoy es el día veinticinco de junio del año dos mil cuarenta y seis.»
En ese instante me acordé de las viejas historias que me contaba mi tío al pasar por estos lugares. Yo tendría, por aquellos tiempos, seis o siete años.
En aquel entonces vivía en el pueblo de Haría y mi tío Zoilo me llevaba todos los días a la playa de Punta Mujeres en su viejo y destartalado coche. Allí teníamos una casa familiar frente al mar. Durante el viaje, para que yo no me quedase dormido, ya que obligatoriamente iba sentado en el sillón de atrás, me solía contar historias. El trayecto no siempre era el mismo. Lo hacíamos por distintos sitios y lugares. Unos, por Trujillo pasando por la cuesta de la huerta de don Mariano; otros, por Lomo Blanco camino de Las Quemadas, o, por Máguez camino de Las Cuevas. Al llegar a las “Casitas del Mar” nos encontrábamos, un día sí y otro también, al joven Ambrosio que, sentado sobre una roca, al vernos venir gritaba con todas sus fuerzas señalando hacia el Chupadero: ¡¡Ahí va una ola!! ¡¡Ahí va!!
Efectivamente las olas se veían salir y saltar con extremada fuerza. El movimiento ondulatorio, de épocas de mares embravecidos, se introducía en el interior de las cuevas marinas acompañados de agitados golpes. Ese rítmico crecimiento del nivel de sus aguas chocaba contra los negros y adosados basaltos que, desde siglos, se habían alineado, confundiéndose con la reciente lava. Sus aguas reaparecían, a nuestra vista, por la gran boca formada entre ellos. La impetuosa fuerza iba coronada de espumas blancas esparciéndose por todos los pequeños charcos.
Ahora, al ver nuevamente caer esas espumas blancas, recordé una de sus historias que siempre empezaban así:
“¡Paco Juan, no te duermas!”. ─E iniciaba su contar. Su pausada voz inundaba todo el interior del coche y llegaba a mis oídos como a través de unos auriculares─. Esta es una historia referente al Chupadero. Sí, al Chupadero de Punta Mujeres... En el pasado, por tanto hace ya de esto ¡¡muchos años!!, llegaron a la isla por este lugar tres niños que se llamaban Atlante, Héspero y Océano. Atlante y Héspero eran hermanos, Océano amigo de los dos. Pero los tres andaban juntos; eran muchas cosas las que compartían, aunque sus caracteres y forma de ser fuesen distintos.
Atlante era un niño inquieto, de movimientos rápidos. Sus palabras salían a borbotones sin pensárselo dos veces, su aspecto delgado y ágil, pero muy listo. De vez en cuando se paraba a reflexionar. Él, en las largas caminatas junto a su hermano y su otro compañero siempre se empeñaba en ir el primero o el último, nunca en el centro. De los tres era el más pequeño. En uno de aquellos días soleados que se acercaban a los riscos de Mala se quedó detrás, a mitad de la playa de la Garita, que se localiza en el pueblo marinero de Arrieta. Se sentó en uno de los lisos ‘callados’, junto al barranco que cruza la larga y espaciosa playa de arena negra, y se quedó inmóvil, mirando el mar como si nunca lo hubiese visto. Así estuvo un largo rato, después se restregó los ojos con sus manos lo miró nuevamente. Su horizonte, el azul del mar, el acompasado ruido de sus olas, todo el mar en sí le parecía nuevo. Sin embargo en él había estado, a través de él había llegado hasta las orillas del Chupadero.
─Atlante, Atlante! ¡Ven acá! ─gritaba su hermano Héspero ─ ¡No me hagas volver! ─y hacía un gesto de regresar a buscarlo.
Héspero era regordete y de pasos lentos y acompasados. ¡Pero muy seguro de sí mismo! Siempre captaba los momentos especiales.
Océano observaba a distancia, con cierta inquietud, a sus dos amigos. Tenía las espaldas anchas y era alto y corpulento. La emoción del miedo le embargó al ver sentado, en aquel momento, a Atlante y observar el gesto de Héspero... Era el mayor y tenía bajo su responsabilidad cuidar a los dos. ¡Pero él sabía cómo controlar esos momentos!
Los tres procedían del cercano continente africano. Aunque a la isla habían llegado en distintos momentos y épocas.
Océano, el nombre del muchacho del que te cuento la historia, llegó a ella hace ya más de diecinueve millones de años. ¿Te parece mucho tiempo verdad? Y en realidad lo es. Bueno, la verdad es que no llegó a esta isla, llegó a las profundidades de sus aguas, porque Lanzarote aún no existía. La plataforma de los volcanes que dieron origen a las islas de Lanzarote y Fuerteventura, se estaba gestando en el seno de las bondadosas aguas del océano Atlántico. En sus profundidades, junto a las costas africanas y a una corta distancia de Cabo Juby, algo se movía en un rítmico crecimiento de formación. Los volcanes, desde las profundidades marinas, estaban a punto de emerger. Ya se podía distinguir, con mediana claridad, el perfil de Lanzarote.
Océano vivía en Sidi Ifni, un pequeño pueblito de la vecina costa africana, pertenecía a la tribu de los Atlantes. Un buen día, en las interminables mañanas africanas, cansado de esperar sin saber qué, comienza a caminar. Su largo andar lo llevó a recorrer inmensas playas del norte al sur de su costa africana. Tanto duró, que el lucero de la tarde se había visto y apagado ya por dos veces y en el cielo resplandecían por segunda vez las múltiples lucecitas de la Vía Láctea en todo su apogeo. Imagínate lo mucho que había caminado, kilómetros, kilómetros y kilómetros de arena blanca, y, ya se encontraba en Cabo Juby. A su derecha le seguían acompañando las crispantes aguas del océano Atlántico y, a esa hora, en su profundo horizonte parpadeaban las estrellas. Muy de vez en cuando se oía el chapotear de algunos peces que se asomaban al exterior para juguetear con las ondulantes luces.