PUEBLOS / Ye

 

 

Extracto: Obra escogida, Lanzarote

El paisaje de la cima de Famara, tierra adentro, hacia el altozano de Ye, se despliega en repetidas escenas de intensa emotividad. Sobre esta altiplanicie abrupta, holgada y espaciosa, cruzan barrancos y torrenteras por complicadas anfractuosidades, entre las que el sol se recrea constituyendo la mayor riqueza del país. -Hacia el confín de los Fariones, más allá de la Vega Grande y del Valle de Fuente Dulce, se ve a las Peñas de Andía, acaso así bautizadas por Shanti, el endiablado marino de don Pío Baroja, cuando después del hundimiento del Dragón hizo forzada singladura sobre el mar de Lanzarote. Las Peñas de Andía son rocas que legaron a este pretil insular empujadas por furias lávicas y que ahí quedaron sin maíces, como trágicos oteros. En el centro de la accidentada cima de Famara se liza el gigantesco bibelot que es el volcán de La Corona, cónico y perfecto, en cuya mole se cuelga La Torrecilla del Apareo, en otros tiempos suntuosa majada donde se fecundaba el ganado. Al amparo de este volcán se cobija el caserío de Ye que, al contrario de otros comarcanos, no se halla bajo la advocación de ningún santo.

Ye, diminuto, pobre y recóndito, es un pueblo original. Su gente parece que anda sobreviviendo en la lejanía, agobiada de nostalgia en medio de los cerros y mamelones circundantes, porque sabe que muchos se han de ver obligados al abandono del suelo entrañable para ir por otras tierras en busca de mejor fortu­na. Pero el hombre de Ye siempre retorna al lar querido, y por eso se le suele colgar el sambenito de que «sabe hablar latín». Lo que pasa es que en Ye, tal cual, se considera gente de mundo, y cuando abre la boca lo suele hacer para dejar salir la misma majadería: «Cuando yo estuve en Las Palmas...» o «Usted qué sabe del mundo, mi niño». Tal experiencia en mundología se debe a que, desde finales del siglo pasado a principios del presente, los vecinos de Ye emigraron al Puerto de La Luz para hacer su «venezuela», como hoy se dice. Eran los tiempos preciosos del jornal cosmopolita, cuando en el Puerto de La Luz las compañías extranjeras necesitaban mano de obra para suministrar carbón y agua a los grandes barcos de entonces, cuando las chatas y gabarras no daban un paso sin la corte segura de centenares de hombres. Parte de esos hombres eran de Ye, los cuales una ve; en casa hablaban de muchas cosas, entre otras, como se ha dicho «latín». Sor estos individuos presuntos sabios, que por graciosa simpleza de todo saben sir saber de qué; empero, los pastores de Ye, los que nunca han salido de la tierrilla, parecen hombres-relicarios de virtudes y de las más bellas tradiciones. Imitan e canto meteorológico del alcaraván, pájaro nocherniego que les anuncia el estado próximo del tiempo; conocen las encrucijadas más remotas y son dados al monólogo interior, por cuya alma cruzan espeluznantes episodios de fantasmagorías y supersticiones.

¡Qué escenas pintorescas se han representado por las medianías de Ye, entre los sagrados durazneros y tunerales galletones! Bastaría mirar una sola vez para alcanzar en plenitud lograda la esencia espiritual de este pueblecito negruzco, que parece camuflado entre los mamelones que le rodean. Sí, en Ye, se practica la superstición en extremo. El diablo, ese enemigo del hombre, se suele ver en Ye baje diversas formas: veces como un árbol empinado sobre cualquier altura, otras habitando un perro, y las más dentro de los humanos cuerpos. El hombre de Ye en particular su hembra, se defiende del demonio echando suerte a las cartas, cosa que los jarandinos ambulantes aprovechan para endosarles además alguna gangas y badulaques.

El pueblo de Ye, negruzco, con grandes senos ocres si el sol le da fuerte, tiene casi todo su territorio dedicado a la vid, pero de la cual poco cata el diseminad caserío. Las viñas de Ye son propiedad de gente diversa que no vive en el pueble pero cuyas fincas brillan de puro cuidado. Son interesantísimas las sabias defensas para contrarrestar las fuerzas del viento, empleando auténticas medias luna de piedra negra, geométricos socos, sobre las cenizas negras que cubren la tierra y que hacen más sobresaliente el verde quemón de las vides, cuyas cepas se a tienden y se anillan como raras y caprichosas culebras. Las hojas de las parra se mueven con arpegios de abundante alegría, entretando en cualesquier cercana lejanía vese a los grupos de cabríos y ovinos triscando las humildes florecilla del suelo montaraz. Estos ganados producen el buen queso de Ye, cuya fama s confunde con el de Los Lajares, que sabe al gusto de la almendra, como acontece con el del Cortijo de Orzola.

En Ye no ha entrado todavía la manía de la «radio» y sus majaderos seriales porque a las mozas se les ve llenas de afanes y de cara a la tierra. Las mozas de Ye no se olvidan de las dulces canciones, isas y folias, de sus abuelas. Narran en corros tarderos, delante de alguna puertecita, o en algún amplio patio, las viejas leyendas que no quieren matar en aras del tiempo, conservando así sus supersti­ciones, su folklore y su modo de procurarse un entretenido modo de ver la vida:

«A su sobrino, que lo escucha atento,
mi hermana dice el pavoroso cuento,
y mi otra hermana la canción modula
que, o bien surge vibrante, o bien ondula
prolongada en el viento».

El pueblo de Ye, negruzco, diminuto y pobre, antoja una de esas aldeas mon­taraces que subsisten a través de los siglos como manifestación de vida común, de profundo amor a la tierra y a sus particulares modos de entender la vida y las costumbres.