PUEBLOS:   Órzola

 

 

Fuente: Obra escogida, Lanzarote


A partir de la Cueva de los Verdes, va viendo uno multitud de jameos más o menos importantes, y que tienen nombres como el de La Gente o Jameos de Arriba. Y, en seguida, se llega a Las Siete Lenguas, que no «leguas», con sus ro­cas de vieja escoria volcánica, sobre las que cae un sol implacable, cuya luz cruda y desnuda hace posible que la piedra se escenifique y tome diversas formas fan­tásticas. Los líquenes que revisten al erizado suelo tienen fuertes colores entre amarillo-verdoso y marrón, dulcificando el paisaje la abundante presencia de la perdiz, que en medio del pedregal se camufla maravillosamente. Hacia Ye, pero ya en el camino de Orzola, está El Cortijo, famoso por su queso, que tiene el sabor de la almendra, quizá debido a que las cabras viven en libertad y no se alimentan de otra cosa que no sean las euforbias y alguna humilde mata propia del erial; además, el ganado nunca bebe agua, porque ni en Las Quemadas ni en Las Hoyas la hay.

Desde Las Hoyas a la célebre piscina natural de Orzola no existe gran distancia. El Caletón Blanco tiene porvenir, porque constituye uno de los lugares más propicios y seguros para ejercitar el baño de mar. Está formado por dos conside­rables diques de roca volcánica, en cuyo seno hay un lecho de finísima y limpia arena, que verse puede perfectamente por la transparencia de las aguas. Una ba­rra asegura la ausencia de peces malignos, a la vez que encalma toda la superficie de la preciosa cala. Su declive, desde la tierra al mar, es sumamente suave, sin socavones ni obstáculos. Poco más hacia el norte se llega a los «bajos» de los Sables, ricos en lapas y burgados muy sabrosos, que están al alcance de la mano

y que el sol, tan cegadoramente hermoso, invita a la aventura y a la alegría de coger de propia cuenta esos manjares marinos.

Desde los «bajos» de Los Sables hacia la «marca» de La Noria, avistando las cresterías de Los Rostros, el mar y la costa se endurecen por su bravura que, en la próxima mole del cabo Arco se hace apoteósica grandeza, mayor aún en esos escasos días de temporal cuando enormes olas parecen querer trepar peñas arriba. Detrás de cabo Arco está el pintoresco Charco de la Condesa, a pocos pasos de Orzola, y donde el canto de la calandria hace milagrosos arpegios, a la par que el mar exhala sus sabores, como si quisieran hacer ronda de hechizo en torno al visitante.

Llegar a Orzola significa descubrir un típico puertecito pesquero, nacido por la necesidad de un embarcadero con que hacer comunicaciones con las islas del archipiélago menor. Orzola es la patria de los más famosos y más expertos pescadores de vieja, y sus mujeres son, sin duda, las más ágiles «jareadoras» de ese jugoso silúrico, industria que se extiende hasta los más exigentes restaurantes. Es curioso ver la rapidez y la destreza con que las mujeres, de todas las edades, «jarean» en la orilla del mar a esos peces de unos diez centímetros de largo, de color negruzco, o colorado, de gran cabeza y boca chiquita, y que luego tienden al sol hasta que queden curtidos, pero sin perder un ápice de su primitivo sabor. Cuando el mar se encabrita los pescadores de Orzola quedan ociosos, porque la pesca de la vieja precisa de especiales cuidados, y porque el puertecito tiene una barra, que si bien le protege, hace difícil la «rifa» trágica con que los barquillos se enfrentan al entrar o salir por ella. En abril y mayo, cuando más arrecian las olas, los pescadores abandonan Orzola para rumbear hacia las «Islas Salvajes», en realidad la Salvaje, situadas entre Madera y Canarias. Allí permanecen durante una zafra que, a veces, dura como tres meses, para al cabo regresar completamente cargados de viejas selectas. En muchas ocasiones se topan con lanchas rápidas que acuden a la Salvaje para eludir la presencia de algún guardacosta español o lusitano, pero ellos ni se enteran de esas tropelías, excepto cuando oyen esporádicos cañonazos que los hacen temblar, y no por cobardía, sino por temor a que una bala perdida pueda hacer blanco en uno de sus barquillos. No, no son cobardes los hombres de Orzola, porque siempre se «rifan» la vida al pasar la barra trágica del puerto.

En las largas veladas de la zafra en la Salvaje, la mujer que espera a los seres queridos, se reúne con quienes comparten igual suerte, y hablan del mar, del más duro mar que ellas conocen. Pero, cuando las velas latinas doblan el Farión de afuera, reviven y se animan, charlan y cantan, como si los anteriores sentires les fueran ajenos:

«Las mujeres suspiran
cuando a la tarde miran
la gran fatiga, hecha pasión, del mar...»

Los barquillos se abarloan al pequeño espigón y los marineros, gozosos, ini­cian la descarga de la vieja —princesa de este mar—, que las mujeres clasifican con tacto y vista, para transportarlas en seguida al mercado, ansioso de gustar la abundancia de esa «trucha» del océano, tan sabrosa y digna como el más fino de los mariscos.

Tiene Orzola una peculiaridad y es la que ofrece el tipismo de sus construcciones. Su caserío parece que anda siempre naufragando, aunque luzca enmarcado por la blanca cal que produce bajo las Peñas de Andía, cuya calidad es la me­jor de la isla. Cada casa de Orzola lleva desnudo todo el cuerpo, pero el cuadro de puertas y ventanas van invariablemente blanqueadas. Su cala, a instantes convertida en preciosa ría, está resguardada por la más difícil barra que imaginarse pueda, pero a la que el marinero de Órzola entiende y sabe dominar. Sobre el pintoresco puerto se alza ese casi istmo, esa punta piramidal, tan conocida por todos, que son los Fariones, pies de la balconada excelsa de Famara, con su corte de islas menores, que acaso le den a Lanzarote todavía más renombre. Los Fario­nes, derivación de farallones, y sobre todo el Farión de afuera, son ricos en «clacas», quizá el más delicado y gustoso marisco que se toma.

El viento, el mar y la nostalgia, son elementos que contribuyen a configurar la fisonomía urbana y la contextura espiritual de Órzola, dándole su personali­dad propia, singular precisamente:

«Entre las rocas de la costa alzada
se oye un extraño hablar de madrugada,
de gentes que en la noche vigilaron».

Salpica el suelo la mar, las altas rocas, algún mástil de vela latina, y todo está alerta hasta por la mañana. Las mañanas de Órzola siempre son inéditas, a veces de amables brisas sin alas, o en ocasiones con vientos yodados, que salu­brifican y reconfortan. A mediodía es la hora de dormir, y unos dejan las portadas y otros sus barquillos, pero Órzola se convierte en una aldea bellísima, soleada y llena de cadencias del mar, porque a Órzola todo le viene del mar:

«¡Santo mar, fuerza nueva, agua querida,
adobo espiritual de nuestra vida,
campo siempre fecundo a la mirada!»