Se me ha honrado con la invitación de ser el primer pregonero de estas tan entrañables y queridas fiestas de La Merced. Acepto con orgullo y satisfacción la delicadeza que han tenido los de la Comisión de Fiestas.
Sé que mis palabras son insuficientes para mencionar todo aquello que nos une como pueblo y deseo que, en años venideros, otros continúen pregonando hacia los cuatro puntos cardinales todo lo que, de sobresaliente y hermoso, tiene y ha tenido nuestro pueblo.
Nací en Mala y me crié jugando en los polvorientos caminos de este pueblo. Asistí a mis primeras clases en esta escuela y tuve como primer maestro -del que apenas tengo recuerdos borrosos de sus clases- a D. Juan José Berriel, a quien llamábamos cariñosamente el maestro viejo. En este pueblo aprendí a vivir y a respetar a la naturaleza con la que teníamos que convivir día a día.
Todos y cada uno de los que vivían en este lugar en mi época de infancia y juventud me enseñaron a desentrañar, con sus consejos o con el ejemplo de su vivir, los secretos más importantes de la vida.
Por eso amo a este pueblo. Porque forma parte inequívoca de mi existencia y, porque todo cuanto soy, a él se lo debo. Aprendí aquí, en las innumerables charlas que tuve con el señor Rafael Díaz, que hay que respetar a los demás si queremos ser respetados. Con el entrañable Juan Espino aprendí que la vida es un juego -una diversión seria- y no hay que darle más valor que la que tiene. Del señor Pepe Placeres recibí, junto con mis padres, los primeros consejos de mi vida.
Recuerdo con especial agrado a mi abuela Nazaria, bondadosa siempre pero inflexible en sus decisiones, cuando, en las tardes cálidas del verano, nos obligaba a descamisar millo o enmanillar tabaco. Allí oí, por primera vez, los cuentos de brujas o de aparecidos, a los que tanto me aficioné después, en boca de señora Eugenia Montelongo a quien jamás la olvidaré con su cajita de tabaco en polvo escondida en la faltriquera.
Podría seguir enumerando una a una todas aquellas personas -y fueron muchas- que influyeron en mi vida, pero no es sólo momento de recuerdos -de gratos recuerdos-, sino también, de mirar hacia adelante y de seguir luchando, como hasta aquí lo ha hecho este pueblo, por un tiempo mejor. ¿Cómo, si no, ha podido un lugar tan pequeño engendrar tantos y tan buenos profesionales? ¿Cómo, si no, ha podido en los años de miseria y de hambre, mandar fuera de la isla a gran parte de sus hijos para luego verlos volver con un pasado labrado a base de sacrificios y un porvenir sonriente? ¿Cómo, si no, nuestros padres pudieron pasar esos años de miseria ahorrando para poder pagarnos los estudios, los viajes y todo aquello que nos hizo falta?
No ha sido la riqueza de Mala -porque, reconozcámoslo, no hemos sido un pueblo excesivamente rico-, sino el sacrificio y el buen hacer de nuestros mayores lo que ha catapultado a esta localidad hacia adelante. Retengo en mi mente la imagen de nuestros hombres y mujeres que, después de una jornada intensa de trabajo en el campo, volvían a casa sudorosos, cansados, ya con el sol puesto, y, como ocurría en otros muchos lugares, no iban a la cantina a beber, sino que dedicaban las últimas horas de la tarde a abrevar, dar de comer a los animales y a preparar la comida. Este espíritu de sacrificio y abnegación de nuestro pueblo es lo que hace que me sienta orgulloso de pertenecer a él.
Pero, no es todo trabajo y sacrificio. ¿Quién no se acuerda de las Fiestas de Nuestra Señora de La Merced, famosas en la isla por su alegría y diversión? El pueblo se convertía, en esos días, en una fiesta: se albeaban de blanco las casas, se amasaba -me acuerdo, sobre todo, de los reventones y roscos dulces que hacía mi tía Mercedes la de la Plaza, se engalanaban los caminos con palmas y banderas de papel, se hacían arcos para que la Virgen, a su paso, nos bendijera a todos y, esos días, desde por la mañana, nos poníamos la ropa que habíamos estrenado en la procesión.
Ya desde temprano se oía el rasgueo de las guitarras, la música cantarina de algún timple y, a veces, la queja ronca de un viejo acordeón desafinado, y, cómo no, la voz inconfundible de señor José Cabrera entonando unas seguidillas al son de la guitarra que punteaba Antonio el cartero. Mientras, señor Lorenzo contaba, a quien lo quisiera oír, cómo tenía que conducir, cuando era más joven, el viejo Ford. Y al filo de la madrugada, sentado en una de las destartaladas banquetas del ventorrillo, señor Esteban Berriel entonaba, suave y afinado, unas malagueñas que hablaban de presos y de madres que, lejos de sus hijos, lloraban su ausencia.
Recuerdo, también con nostalgia, los años juveniles que pasé en este pueblo haciendo teatros, participando en las fiestas, jugando al envite en la cantina de Pedro Rodríguez o en la Sociedad. Y las noches de Navidad cuando de todas partes venían a ver los inolvidables belenes vivientes -hasta una vez hice de San José- que los maestros de Mala, don José Placeres y doña Juancy, preparaban con esmero y con la ayuda de todos, en la ermita de la Virgen de Las Mercedes. Y las noches del mes de mayo, cuando todos, grandes y pequeños, hombres y mujeres íbamos al "Tercio", a rezarle a la Virgen y luego nos entreteníamos jugando a la pallolla.
Ahora el pueblo ha cambiado -al fin y al cabo es el destino de todo pueblo que avanza- y no basta con el recuerdo. Hay que apostar por el futuro, hay que creer en los más jóvenes, como antes nuestros padres creyeron en nosotros. Hay que seguir "arrimando el hombro" para que, gracias al esfuerzo común -como ha ocurrido tantas veces aquí- sigamos avanzando, sigamos mejorando, porque un pueblo que no avanza es un pueblo que agoniza. Y Mala tiene, está claro, un futuro prometedor.