Jorge Glas -(2)
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Alude seguidamente al trato o cortesía recibida, con cierta queja por las costumbres que observó, diciendo:
"Al cabo de un tiempo de estar sentados en la puerta, me hizo entrar en la casa, y me presentó algunas señorea, quienes me parecieron su mujer y sus hijas. Fue ésta una fineza de no poca consideración en ésta o en cualquiera de las otras islas Canarias. Aunque había dejado el barco antes de la hora de comer, nadie me preguntó si había comido, de modo que ese día ayuné desde por la mañana hasta por la noche. Es una extraña forma de finura entre la gente acomodada de aquí, que consiste en que uno no debe pedir nada de comer, por muy hambriento y desmayado que esté, en una casa ajena; pues una libertad de este tipo se consideraría como el mayor grado de vulgaridad o mala crianza; por tanto, cuando halle una oportunidad, hice que tenía que ir a hablar con mi criado, pero en verdad para tratar de conseguir alguna comida por mi cuenta. El joven de Tenerife había sufrido tanto como yo; de cualquier manera, le di algún dinero y le mandé traer lo que pudiera encontrar que fuera comestible, y que en caso de no conseguir nada mejor, que me trajera una pella de gofio o un puñado de harina; pero su búsqueda resultó inútil, no habiendo allí ni pan ni otra cosa comestible en venta".
Pasó el tiempo y vino el momento de saciar su hambre y acabar su ayuno. Comenta que "Al fin llegó la hora de cenar, y la comida fue, por lo que respecta a aquella parte del mundo, no solo buena, sino muy elegante, compuesta de diferentes platos. En todo el tiempo que estuvimos en la mesa, las señoras se mostraron muy minuciosas en cuanto a sus preguntas referentes a las mujeres inglesas, su aspecto, sus vestidos, comportamiento y diversiones".
La conversación prosiguió durante una hora sobre costumbres de las mujeres inglesas y francesas, seguida de temas políticos, religiosos, valor de los marinos españoles, honor, etc. terminando con una invitación al gobernador para que le visitara a bordo de su barco en El Río. Le contestó que "lo haría con todo el corazón, si mi barco se encontrara en Puerto de Naos, pero que sería indecoroso que un hombre de su categoría bajara la colina a gatas".
J. Glas hizo noche en Haría, como se desprende de su narración, pero no concreta donde, si en casa del Gobernador o en otro sitio, y dice:
"Al día siguiente, partí hacia El Río, en compañía del Estanquero o cobrador de las tasas del Rey sobre el rapé y el tabaco. Íbamos montados en burros, que salieron con nosotros a todo galope, pero no continuaron por mucho tiempo a ese paso. El Estanquero nos estorbó mucho por el camino, pues llevaba una escopeta y disparaba a cualquier pájaro que veía, sin desmontar y nos veíamos obligados a esperar por él. Me dijo que el único placer que tenía en la vida era coger la escopeta por la mañana a irse a tirar. Cuando llegamos a la empinada roca, uno de los caballeros no quiso desmontar, sino que ordenó a su criado que llevara a su burro al paso; pero el criado, más listo que él, lo disuadió con gran dificultad de que hiciera aquello, exponiéndole lo imposible que aquello suponía sin romperse la cabeza: tan temerosas son aquellas gentes de rebajarse al usar sus piernas.
El Estanquero y sus amigos vinieron a bordo, y nos compraron algunas mercancías, que habían de ser pagadas en orchilla. Después de hecho el negocio, los atendimos lo mejor que pudimos, durante los tres días que permanecieron a bordo, esperando la orchilla, que habían mandado buscar al otro lado de la isla".
Mientras J. Glas permanece en El Río, su carpintero y el contramaestre fueron juntos, después de desayunar, al pueblo de Haría, sin llevar provisiones consigo. Señala como lo primero que hicieron fue buscar una taberna, cosa que les resultó en vano. Entonces entraron en varias casas con la esperanza de que les ofrecieran algo de comer. No faltaron las preguntas, pero nadie les ofreció lo que buscaban.
Repite, en cierta manera, lo mismo que le había ocurrido a él a su llegada al pueblo. Sus marinos, viendo algunas señoras y otras personas en la puerta de la casa del Gobernador. La curiosidad les llevó a que les hieran un montón de preguntas, pero jamás si tenían hambre o sed. Como sugerencia uno de los marineros pidió un poco de agua, le fue traída, pero nada de vituallas ni vino.
Sin tener otra cosa mejor que hacer, cuenta J. Glas, sus marineros regresaron a la nave. Por el camino encontraron a un hombre montado en un camello y trataron con él en subirse al animal hasta llegar a la cima de la montaña, a cambio del pago de un real. Así lo hicieron, pero estando a mitad de distancia, una sacudida del camello les cogió por sorpresa y desprevenidos, dando volteretas de cabeza al suelo. El camellero intentó, sin éxito, que volvieran a montar. Les pidió el dinero convenido y le contestaron que "ya estaba bien que no les hubiera rotos los huesos a él, y salieron escapados: el camellero, sin temer a nadie que le ayudara, no los persiguió".
Con esta narración J. Glas quiere y cree expresar la manera de ser de las gentes, añadiendo, como ratificación de su apreciación, que "Cuando preguntamos el precio de cualquier cosa, por ejemplo ovejas, aves o cerdos, su respuesta más corriente suele ser:-Para la gente del país, las vendemos a tal precio; pero para los extranjeros no podemos venderlas por debajo de tal otro-". Para el autor esto era una muestra de su poca hospitalidad y una brutal disposición. Como suele decirse "cada uno cuenta los hechos según le van."